Por José Luis Parra
Argentina suele ser llamada “crisol de razas” como modo de significar una combinación necesaria para la conformación de una sociedad multiétnica. Como advirtiera Arturo Jauretche, la “Historia oficial” nos ha castigado con muchísimas “zonceras” que han dejado huellas profundas en varias generaciones de argentinos. El tal “crisol” es otro engaño de aquella clase que ejerció su hegemonía luego del derrocamiento de Rosas en 1852, imponiéndose como la elite nativa gerenciadora del poder económico de las grandes potencias capitalistas. Mientras se recibía a millones de inmigrantes pobres para servir de mano de obra barata a los fines de la producción de materias primas, se avanzaba en la consolidación de la dominación sobre los territorios indígenas.
La conquista de la Patagonia y del Chaco, realizada por el Estado argentino a fines del siglo XIX, significó la muerte y expulsión de miles de indígenas de sus tierras en una acción definida como “la Conquista del Desierto”.
Los pueblos originarios fueron sometidos y hasta extinguidos, como los Onas en el sur patagónico. Millones de hectáreas fueron saqueadas e integradas al sistema económico mundial.
La fundamentación de la conquista abarcó la biología, la filosofía e incluso la religión. Pero fue sintetizada maravillosamente en la expresión “Conquista del Desierto”, escondiendo impúdicamente la matanza de sus habitantes. De tal modo, se mostró a los conquistadores como virtuosos dominadores de un “páramo desierto”, “inhóspito”, “inculto” y “ajeno” a la civilización.
Esa explicación debería llenar de vergüenza a quienes continúan enseñándola y reproduciendo el modelo de injusticia y dominación. Sin embargo, “la zoncera sigue viva” en nuestras aulas y en nuestra bibliografía. Así, por ejemplo, en la “Historia gráfica de la Argentina contemporánea”, de Editorial Hyspamérica, se afirma que: “La patagonia se incorporó definitivamente a la Nación entre 1879 y 1885, después de que expediciones sucesivas, enviadas por el gobierno nacional, aniquilaran a las tribus aborígenes y comenzaran, de manera metódica, la organización de los territorios, la fundación de ciudades y la explotación de los recursos naturales de la región austral.
Hasta entonces, poco se había concretado en materia de poblamiento, y en la inmensa región comprendida entre el Río Negro y el Canal de Beagle, entre la Cordillera de los Andes y el Océano Atléntico, sólo existían algunos pequeños enclaves que llevaban una vida casi vegetativa. Ni siquiera se habían establecido con precisión los límites que nos separaban de Chile.
El fuerte Pavón,…, ratificaba la presencia argentina al sur de la Patagonia… Era una posición vital para los intereses nacionales, pues Chile ambicionaba decididamente esos territorios. El fortín,… servía no sólo para defender la soberanía en el sur, sino también como base de los intercambios comerciales con los indios tehuelches, y una de sus funciones era enseñar a los indígenas a respetar a las autoridades locales”.
Como algo natural, y olvidando a los verdaderos dueños de sus posesiones, señala: “La Tierra del Fuego se incorporó al dominio argentino en la década del ochenta. Hasta entonces, la habían frecuentado marinos, balleneros y misioneros…”
De acuerdo a esa descripción, Tierra del Fuego habría estado deshabitada hasta que llegaron -afortunadamente para la civilización- los blancos europeos. Sin embargo, en la misma obra se muestra la “otra cara”, como si los autores no quisieran tomar partido y mantuvieran -si esto fuera posible- la equidistancia, con lo que terminan planteando una narración esquizofrénica:
“…hasta 1880 los indígenas eran dueños y señores. Se trataba de tribus empobrecidas por el contacto frecuente con los blancos, que les suministraban alcohol y los agredían de múltiples maneras.
Hacia 1880 el poderío de estas indiadas (araucanos y ranqueles) estaba ya debilitado. Calfulcurá, el temible señor de Salinas Grandes, había sido derrotado por el Ejército Nacional en la batalla de San Carlos, en 1872.
La historia de la última parte de la conquista del desierto resulta particularmente dramática si se la considera desde el punto de vista de los indígenas vencidos…
Porque las enfermedades, la pobreza, la aceptación de la derrota aceleraron la desaparición de los indígenas patagónicos. También contribuyeron a tal situación otros factores, que el padre Alberto Agostini ennumera… ‘Aventureros de la peor especie, buscadores de oro y cazadores de focas, cometieron impunemente actos nefastos contra esas infelices criaturas a quienes después ultimaban sin piedad. Para los onas, el principal agente de su rápida extinción fue la persecución despiadada y sin tregua que le hicieron los estancieros, por medio de peones ovejeros quienes, estimulados y pagados por los patrones, los cazaban sin misericordia a tiros de winchester o los envenenaban con estricnina, a punto casi de exterminarlos, hasta quedar como únicos dueños de los campos primeramente ocupados por los aborígenes…”
Por su parte, el reconocido científico Francisco P. Moreno señaló en 1897 que: “en la dura guerra a los indígenas se cometieron no pocas injusticias, y con el conocimiento que tengo de lo que pasó entonces, declaro que no hubo razón alguna para el aniquilamiento de las indiadas que habitaban el sud del lago Nahuel – Huapi, pudiendo decir que si se hubiera procedido con benignidad esas indiadas hubieran sido nuestro gran auxiliar para el aprovechamiento de la Patagonia…”.
El triunfo y saqueo sobre los pueblos originarios fue saludado luego con el homenaje al General Julio A. Roca, responsable de la conformación de la Argentina moderna entregada al imperialismo británico. Su imagen se eleva como monumento en la Plaza “Expedicionarios del Desierto” ubicada en el Centro Cívico de San Carlos de Bariloche y se muestra triunfadora en nuestro billete de mayor denominación.
Lamentablemente -y para nuestra vergüenza- Argentina continúa endeudada con su propia Historia.