Cuando la ciencia no es neutral

Por José Luis Parra
Charles Darwin escribió en 1871: “Hoy las naciones civilizadas reemplazan, en todas partes, a las bárbaras… y si triunfan siempre, lo deben principal, aunque no exclusivamente, a sus artes, productos de su inteligencia”.
Ciéntíficos como Darwin desarrollaron métodos de estudio en los que establecieron grados de superioridad a partir de definir sistemas de comparación, tanto del orden físico anatómico como en el de la antigüedad de los grupos humanos.
Así, el mismo Darwin sentenció que “el hombre difiere de la mujer por su talla, su fuerza, su vellosidad, etc., como también por su inteligencia”.

El mismo Darwin pensó que el ser humano era el grado más elevado de la evolución, de tal modo que cuanto más antiguo pudiera rastrearse un grupo humano, mayor sería su grado cultural y civilizatorio.

Para confirmar la supremacía del “anglosajón”, el inglés Charles Dawson produjo uno de los fraudes más grandes de la historia, creando artificialmente a principios del siglo XX al “Hombre de Piltdown”, considerado durante muchos años como el fósil más antiguo, lo que demostraba que los ingleses poseían el nivel de mayor desarrollo en la evolución humana.

La Ciencia del “Hombre” floreció durante el siglo XIX, época caracterizada por la consolidación de los sistemas coloniales.

Con semejantes pruebas aportadas especialmente por los biólogos, consideradas irrefutables en los ámbitos académicos, otros intelectuales desarrollaron hipótesis complementarias. El profesor de la Universidad de Gotinga, Christoph Meiners (quien fue el primero en el siglo XVIII que utilizó el concepto de “raza caucásica”), afirmó que la humanidad se dividía en “blancos y hermosos por un lado y negros y feos”, por otro.
Jean-Joseph Virey lo superó, señalando que “…el europeo, llamado por su alto destino a dominar el mundo, que sabe cómo iluminar con su inteligencia y someter con su valor, es la expresión suprema del hombre y se encuentra a la cabeza de la especie humana. Los demás, mísera horda de bárbaros, no son, por decirlo así, más que un embrión”. Para Virey, los negros se ubicaban más cerca de los simios en la escala de la evolución.
Esta bibliografía fue muy bien aceptada y difundida en el sur de Estados Unidos en el período anterior a la Guerra Civil de 1865. La gran cantidad de negros explotados bajo el yugo de la esclavitud y el odio racial, entre otras cosas, fueron elementos que marcaron la necesidad de contar con una fundamentación, tanto científica como religiosa.

Como señaló Reginald Horsman, “muchos americanos se mostraron sumamente receptivos a las teorías de inherente diferencia racial. En realidad, ayudaron a crear una actitud mental científica que estaba dispuesta a desarrollar tales teorías, y aun ansiosa por hacerlo”.

La idea de la superioridad de los blancos fue también considerada por la Filosofía. Así, David Hume, una de las figuras fundadoras de la filosofía occidental, escribió “puedo sospechar que los negros y en general todas las demás especies de hombres son de naturaleza inferior a los blancos. Nunca hubo una nación civilizada de color distinto al blanco, ni un solo individuo eminente, fuese en la acción o en la especulación.”

En el colmo de esta barbarie científica, en Estados Unidos se destacaron quienes contribuyeron a desarrollar una rama de la ciencia conocida como Frenología, nacida a partir del trabajo del neuroanatomista alemán Franz Joseph Gall, que planteaba que es posible determinar la personalidad y el carácter de un individuo tanto como las tendencias criminales, estudiando la forma del cráneo, la cabeza y las facciones.
Así, el estadounidense Samuel Cartwright concluyó en que “el negro es esclavo por naturaleza… su sangre es más negra que la del hombre blanco, su cerebro es un décimo más pequeño que el de otras razas de hombres y su ángulo facial es menor…”.

El sistema colonial fundamentó, con bases científicas, la dominación y la esclavitud de los pueblos.

La ciencia, al servicio del capitalismo, sirvió al fortalecimiento y expansión de ese sistema a escala mundial, al llevar sus investigaciones al campo de lo práctico con el avance tecnológico en plantas industriales, comunicaciones y armamento.

Alfred Nobel desarrolló la dinamita y otros explosivos, que lo hicieron millonario. Muchos de esos conocimientos fueron llevados a los campos de batalla durante la Primera Guerra Mundial, con la consiguiente muerte de millones. El horror posterior que sufrió Nobel lo llevó a crear el Premio Nobel de la Paz.

Albert Einstein, padre de la teoría de la relatividad, básica para el desarrollo de la fusión del átomo y la construcción de la bomba atómica, afirmó dolido: “condeno totalmente el recurso de la bomba atómica contra Japón, pero no pude hacer nada para impedirlo”. Estas palabras las escribió años después de que Estados Unidos arrojara bombas de uranio y de plutonio sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, donde más de 140 mil personas murieron con la explosión y más de 100 mil padecieron los efectos de la radiación durante muchos años.

Muchos científicos creen que la Ciencia es neutral y que sus investigaciones y trabajo no perjudican, sino más bien constituyen avances para la humanidad.

La Historia nos enseña que nuestros antepasados aportaron -en forma anónima y durante cientos de miles de años- los elementos fundamentales que conforman el gran suceso del conocimiento humano. Todos somos herederos y legítimos propietarios de una porción de estos conocimientos.
Entenderlo de este modo sería el primer paso para asumir que -como protagonistas de la Historia- no es posible ser neutrales.

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