Por José Luis Parra
Pablo Neruda
Hace más de 5.000 años, un grupo humano se asentó en la desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates en la mesopotamia asiática. Rodeados de desiertos y montañas, los ríos significaron la vida.
Los sumerios se encontraron con numerosos grupos que ya ocupaban sus márgenes, por lo que debieron trasladarse hacia las zonas más bajas, anegadas y pantanosas. Con diques y canalizaciones pudieron cultivar, construir ciudades y desarrollar lo que se considera una de las más importantes civilizaciones del mundo occidental. Allí se conoció la escritura alrededor del año 3.000 antes de Cristo. Los europeos afirman que la Historia nace con la escritura. Lo anterior es Prehistoria, de tal modo que la Historia nace con Sumer.
La escritura sirvió en su origen para fines de administración. Sin embargo, las palabras tomaron otro vuelo.
De la Mesopotamia asiática es el documento legislativo más antiguo que se conoce, el Código de Hammurabi del año 1692 aC. Se trata de un conjunto de 282 leyes escritas en roca, que definen el rol de los poderes políticos, así como los derechos y obligaciones de los habitantes. El documento señala con claridad que su finalidad es “destruir o disciplinar la maldad y evitar que los fuertes o poderosos opriman a los más débiles”.
Con la escritura se transmitieron mitos -como explicaciones sencillas destinadas al pueblo- sobre temas de historia o cuestiones teológicas, políticas o filosóficas.
Los seres humanos pudieron expresarse en poemas y novelas, en los que generalmente se encuentra una búsqueda de respuesta a interrogantes de índole profunda. Se dice que detrás de todo mito se encierra una situación real, que permite acceder a una reflexión, a un consejo o una enseñanza.
Muchas historias narradas por la poética sumeria aparecen en otros espacios y en otras culturas del mundo antiguo, en Oriente, Occidente y hasta en América. El relato bíblico de la creación del hombre, el diluvio universal y la construcción del arca de Noé, se asemeja a las historias mesopotámicas. Historias que tienen sus paralelos en Grecia y Roma, y que podemos hallar también en las narraciones mayas.
En síntesis, los sumerios eran humanos, con esa misma humanidad de otros pueblos de otros espacios y de otros tiempos. Los sumerios fueron dominados luego, hasta desaparecer.
A lo largo de los años se produjo en Mesopotamia un proceso en el que los más violentos y fuertes impusieron su dominio político militar, pero absorbieron a su vez la cultura de los vencidos, desde la palabra escrita.
Los romanos dominaron a los griegos integrándolos a su cultura; pero griegos fueron los maestros de sus niños, futura clase gobernante.
Los grandes imperios ocuparon territorios y se preocuparon por apropiarse de los restos arqueológicos y la cultura de los pueblos conquistados. Así, Napoleón Bonaparte trasladó a París gran cantidad de restos y tesoros egipcios. Con este hecho de saqueo nació la egiptología.
Los ingleses “inventaron” un resto humano prehistórico, tratando de demostrar que -si el “primer hombre” había pisado suelo inglés- su cultura debía ser necesariamente más evolucionada.
Pero este sentido y modo de actuar fueron deshechados en el proceso de la conquista de América.
Los europeos destruyeron aquí las obras fundamentales de las culturas sometidas, a la vez que intentaron enterrar para siempre las fuentes del conocimiento, de la historia, las lenguas nativas y sus ideas.
Los españoles encontraron a su llegada un mundo maravilloso en el que sobresalían culturas extraordinarias, algunas de las cuales habían logrado desarrollar sistemas políticos sumamente complejos.
Las ciudades mayas, aztecas o incas, contenían edificios y obras de ingeniería que no existían en absoluto en la Europa de aquella época. Los americanos poseían -desde mucho tiempo antes- conocimientos sobre astronomía, como el del período de revolución terrestre alrededor del sol, que fueron divulgados en Europa sólo después de Copérnico.
Fray Diego de Landa, Obispo de Yucatán desde 1572 hasta 1579, redactó una “Relación de las cosas de Yucatán”. En uno de sus pasajes expresó:
“Estas gentes [los mayas] empleaban signos o ciertas leyes con los que inscribían en sus libros la historia antigua y sus doctrinas.
Gracias a estas letras, así como a dibujos y figuras, comprendían la historia, la hacían comprender a los demás y podían enseñarla. Encontramos gran número de esos libros, y como no contenían más que supersticiones y mentiras diabólicas, los quemamos todos, pese al gran disgusto y desesperación de estas gentes”.
¿Qué sintieron aquellos seres humanos que, junto con su libertad, perdían sus valores fundamentales?
El disgusto y la desesperación se apoderó de los mayas sobrevivientes. Salvo casos excepcionales, un silencio cómplice acompañó semejante destrucción, en vidas y cultura. Muchos europeos habrán pensado que no importaba demasiado ese atrasado y distinto mundo americano.
El mismo silencio cómplice nos avergüenza por estos días.
En 2003, George Bush, presidente de Estados Unidos de Norteamérica, ordenó el ataque a Irak. Mientras las fuerzas militares se desplazaron con alta precisión para asegurar los pozos petroleros, saquearon y destruyeron -sin sonrojarse- el Museo de Bagdad (y otros museos, como el de Hammurabi) en el que reposaban las piezas de escritura más antiguas, herencia cultural de la humanidad. Fueron robados o destruidos más de 150.000 objetos, como joyas sumerias de 4.000 años o tablillas de barro con las primeras señales de escritura, datadas en 5.000 años.
La destrucción de las tablillas con la proto escritura o las leyes escritas que “protegen a los débiles” no fue un error.
A los modernos conquistadores ya no se les caen “las palabras luminosas… el idioma”. La impunidad de los hechos violentos se sostiene en el silencio.