Un liberalismo muy particular

Por José Luis Parra
Adam Smith (1723-1790) fue el padre del liberalismo económico, sostén fundamental para el desarrollo del sistema capitalista. Postulaba que las leyes del mercado -basadas en el juego de la oferta y la demanda- son la llave que rige el mundo económico y equilibran la producción y el consumo, señalando que el Estado no debía intervenir, ya que “…persiguiendo sólo su propio bien, los hombres son llevados por una mano invisible hacia la promoción de fines sociales”.
En “La riqueza de las Naciones” señaló que “el progreso más importante en las facultades productivas del trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que éste se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de la división del trabajo”.

Con esta teoría, el imperialismo británico construyó su sistema de dominio mundial. Millones de seres humanos fueron seducidos por la idea de que el bienestar social se logra a partir del crecimiento económico, y que éste se sostiene en el “dejar hacer” a las fuerzas productivas, sin imposiciones ni regulaciones. Mientras Inglaterra era el país más proteccionista, exportaba el liberalismo como una enfermedad contagiosa, dando por resultado la mundialización de su modelo a través de la división internacional del trabajo. Su lema: haz lo que digo pero no lo que hago.

La división del trabajo, elemento primario que produce la concentración de riqueza, se profundiza cada vez que se amplia el alcance del manejo de los mercados y la especialización (a nuestros países latinoamericanos les imponen la producción de materias primas y el consumo de productos elaborados).

El capitalismo se perfeccionó con el tiempo hasta desarrollar un nuevo modelo (devenido financiero) en el que -como un gran acto de magia- se transformó la riqueza de las naciones en un equivalente en metálico o papel de su propiedad. Y encerró el “dinero” o esos “valores” en los bancos, en un verdadero suceso delictivo de secuestro extorsivo, ofreciéndolo a los “usuarios” a cambio de jugosos intereses.

El capitalismo no se detuvo con ello. De la mano de Inglaterra practicó el sistema de “endeudamiento externo”, esto es deudas montadas artificialmente, negociadas en América entre las élites probritánicas y los bancos ingleses (como el caso del Empréstito con la Bahring Brothers firmado en 1824 por Bernardino Rivadavia).

Mas adelante, los “papeles” inflados produjeron en nuestro país una gran crisis hacia fines del siglo XIX. Tal como señaló el economista Silvio Gesell (a partir de conocer de cerca la experiencia argentina de la crisis de 1890), “el dinero que produce intereses y que por lo tanto no es neutral, produce una distribución injusta de los ingresos, lo que lleva a una mayor concentración del capital monetario y del capital material, monopolizando así la economía”.

Esta crisis, así como las posteriores, se sostuvo en las espaldas de los pueblos. La oposición a estas políticas fue dominada con violencia.

Quienes alguna vez se enfrentaron al modelo liberal, como Juan Manuel de Rosas o Solano López (en Paraguay), fueron declarados -por los opositores liberales- tiranos y enemigos de la libertad.

Protegidas por el Imperio, las oligarquías nativas derrocaron a los gobiernos populares y se encargaron de encolumnar a nuestra región al orden sagrado del liberalismo. Así, la primera medida de gobierno de Justo José de Urquiza (quien derrocó a Rosas en 1852) fue abrir los ríos interiores al paso comercial del imperio inglés, hecho que quedó plasmado en la Constitución Nacional argentina.

Fresca está en nuestra memoria la historia (Argentina y Latinoamericana) de sucesivos Golpes de Estado que produjeron la continua destrucción del sistema productivo y la imposición del modelo agroexportador, así como recientemente ocurrió con la entrega de las empresas del Estado durante la década del ’90.

También está fresco en nuestra memoria el triunfo del grupo petrolero en las elecciones del año 2000 en USA (Bush), o el retiro de ese país del Protocolo de Kyoto, además de quitar los controles ambientales a las empresas permitiendo mayor extracción de petróleo y consecuente contaminación. Asistimos también al ascenso metéorico de nuevas empresas, tal como la gigante Enron, y su quiebra fraudulentas en el año 2001, tapada por el mismo gobierno federal estadounidense.

El escándalo Enron podría haber dejado enseñanzas a nuestros dirigentes: mientras las revistas especializadas en economía la colocaban en los primeros lugares como empresa sólida, se preparaba el vaciamiento. Los empresarios vendían sus acciones en forma silenciosa licuando las enormes pérdidas entre los empleados devenidos a desocupados, los tenedores de bonos y los ciudadanos comunes, como el caso de los habitantes de California que absorbieron la crisis pagando notables aumentos en sus boletas de energía eléctrica domiciliaria. Empresas subsidiarias de Enron produjeron graves pérdidas a otros países, como el caso de Asurix en la provincia de Buenos Aires, que en el colmo de la vergüenza logró que el CIADI (tribunal de arbitraje del Banco Mundial) fallara a su favor por el monto de 165 millones de dólares.

En el presente, ante una crisis económica de enormes dimensiones, los últimos presidentes de Estados Unidos de Norteamérica (George W. Bush y Barack Obama) lograron estatizar miles de millones de dólares de deudas incobrables de bancos y empresas privadas.

Suena extraño, pero los seguidores de Adam Smith siguen citándolo como autor de la Biblia económica, sin ruborizarse cuando descaradamente hacen todo lo contrario. Son liberales a la hora de repartirse las ganancias que obtienen del manejo de los recursos naturales de la humanidad y del cobro de los extraordinarios intereses que les pagamos por razón de honrar nuestras -aunque ilegítimas- deudas externas. Y son estatistas -y acuerdan con el intervencionismo estatal en la economía- cuando socializan las deudas que ellos mismos generan con los vaciamientos fraudulentos de sus bancos y empresas.

En síntesis: extraordinario el fraude intelectual que sostienen los seguidores de Adam Smith; terribles los fraudes generados por las dobles contabilidades y por la apertura de los mercados de los países subdesarrollados al gran capital internacional; tremendo el fraude que significa el uso del poder de los Estados para convalidar “legalmente” la cada vez mayor concentración de riqueza en manos de una minoría inescrupulosa.

En este momento, la crisis de un imperio podría significar su caída, con más violencia y dolor para millones de seres humanos. Mientras tanto, los capitales continúan su marcha sin pausas para radicarse en Oriente. Y en América comienza a oirse, aún levemente, el rumor que produce la Historia tratando de asomar en nuestras conciencias.

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