Por Sebastián Giménez
El programa conducido por Marcelo Tinelli ha tenido en el pasado reciente un gran éxito, batiendo récords de ráting. Recordemos que los participantes del concurso bailaban distintos ritmos acompañados de personas desconocidas que tenían un sueño que cumplir.
Éste podía consistir en distintas cosas: la provisión de equipamiento médico para un hospital; la ayuda a asociaciones civiles o a personas que padecen ciertas enfermedades, distintas ayudas económicas, etcétera. Quien ganara el concurso cumpliría el sueño propio o de la organización a la que representara.
El programa, como cualquier otro exitoso, fue un gran negocio. Pero quienes facturaron millones en él, o abrieron la puerta hacia otros negocios, lo hicieron con la excusa de la solidaridad, de las distintas acciones humanitarias que se proponían bajo la forma de “sueños”.
Estas vedettes y personajes de farándula conocidos se convertían en los benefactores de los pobres, en medio del colorido espectáculo que de inocente no tiene nada. No abro juicio de valor aquí sobre los receptores de las ayudas, que deben recurrir a estas cosas por el abandono del Estado argentino, sólo me ocuparé aquí de quiénes la brindaron.
Al ver el programa, había algo que no me cerraba. No sabía qué. No me parece mal un concurso de baile. Pero me revolvía las tripas el hecho de la beneficencia y “solidaridad” que demostraban sus participantes. Y entonces me encontré leyendo el libro ¿Qué es el trabajo social?, de Ezequiel Ander-Egg:
Es menester repetirlo hasta la saciedad: el asistencialismo es infamante. Gastrófilos vientres y corazones vacíos, únicamente preocupados por tranquilizar sus conciencias o evitar el tedio se “ocupan de los pobres”. Estas “damas” de sociedad, esposas de “honrados” propietarios o de “prestigiosos” profesionales, que gozan de la vida gracias a la abstinencia y el hambre de los pobres, deben saber que el banquete toca a su fin.
Hoy las acciones benéfico-asistenciales son un resabio de otras épocas, en las que los ricos cumplían con su “deber de conciencia”, repartiendo migajas y restos de sus festines”.
Infamante. Corazones vacíos, gastrófilos vientres. Gozan gracias a la abstinencia y el hambre de los pobres. Repartiendo migajas y restos de sus festines (indudablemente, se repartió una migaja de la facturación que ocasionó “Bailando por un sueño”).
De repente, Ezequiel Ander Egg me describía con palabras contundentes la farsa de Showmatch y su concurso “benevolente”.
Pero la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer, dice el viejo dicho popular.
¿Quién le da la posibilidad de hacer beneficencia a Showmath? El retiro del Estado, la enorme deuda social que hay en nuestro país.
Escribiendo esto en 1991, Ander Egg se ilusionaba con que el banquete llegaba a su fin, pero no.
La beneficencia y el asistencialismo infamante se metamorfosean y reaparecen de distintas formas aún hoy.
Con muchos más estímulos visuales, música, cuerpos esculturales y destellos que ocultan dos tipos de miseria: la de los miserables benefactores y la de la Argentina en la miseria.