“El Golpe de Estado es un recurso de poder cuando se corre el peligro de perder el poder”. Kurt Erich Suckert (Curzio Malaparte), “La técnica del Golpe de Estado” (1937)
Arturo Jauretche se esforzaba en alertar a los argentinos sobre la intención del grupo dominante de convertirnos en zonzos, ejecutada desde el poder a través de la educación y los medios de comunicación. Jauretche denunciaba a la historia oficial impuesta como liturgia, así como criticaba la falta de una visión americana para plantear nuestro propio desarrollo.
Por José Luis Parra
En ese contexto, millones de argentinos vivían aislados de la realidad creyendo que no eran parte de esa América morena, sintiéndose superiores frente a los habitantes del resto del continente.
Hollywood ejecutaba bien su doble propósito: el de imponer modelos culturales alienantes al tiempo de consolidar coherentemente el sistema de división internacional del trabajo en el que nuestros países debían especializarse en producir materia prima barata y consumir productos elaborados por las multinacionales.
Un gran proporción de nuevos argentinos crecieron con esa confusa sensación de “ser lo que no se era”: intelectuales y profesionales despreciaron a sus padres por “brutos”, “atrasados”, “inmigrantes”, “cabecitas negras”; situación pintada genialmente por Florencio Sánchez en “M`hijo el dotor”.
La Europa trasplantada se erguía en Buenos Aires como símbolo y continuación del estatus de colonia. Para las clases dominantes era a la vez la París alocada de la bohemia y el arte, era la Chicago plena de movimiento y producción. Para los americanos desposeídos y los miles de inmigrantes pobres, esa realidad de opulencia era inalcanzable. los intentos de reclamos y luchas sociales eran reprimidas con el mismo signo: montoneras federales, obreros metalúrgicos y de otros gremios, obreros y estibadores de la Patagonia, sindicalistas, socialistas y anarquistas.
Al mismo tiempo, a los nuevos argentinos, “niños escolarizados”, se les hacía respirar un aire de confianza ilimitada en el modelo “granero del mundo”, que ocultaba impunemente el robo de la tierra a los pueblos originarios y el trabajo esclavo que sometía a campesinos y peones rurales.
Argentina vivió con ese designio de país europeo.
Varias y diversas realidades convivían bajo una misma cáscara o envoltorio: quizás así pueda entenderse cómo confluían en extraña encrucijada el capitalismo salvaje de Wall Street con la revolución cubana y su paso al socialismo. La confianza en el progresismo de John F. Kennedy y su Alianza para el Progreso con la mística revolucionaria del Che Guevara y la construcción del Hombre Nuevo.
Cómo convivían la confianza en la educación estatal -y el empeño en debatir y construir un modelo de desarrollo nacional- con la adscripción a una formación liberal, en la que la capacitación debía servir a la construcción de un proyecto personal.
También compartían escena la vida en las escuelas estatales con la que se desarrollaba en las escuelas y liceos militares. En estas últimas -más allá de la bandera y los días festivos o conmemorables- se sostenían programas de estudio, docentes, prácticas y reglamentos distintos.
En síntesis, dos concepciones pugnaron por prevalecer a lo largo de nuestra historia. Mientras millones de marginados pretendían conquistar sus derechos con la prepotencia del trabajo, la lucha o la organización, el grupo heredero de los conquistadores de la tierra ejecutaba las acciones necesarias para continuar manteniendo sus prerrogativas y ganancias, como gerentes del poder imperial.
En otro plano, los devenidos en “zonzos” -sería un error llamarlos “neutrales”- creyentes de la escenografía montada por la industria de la zoncera, naufragaban en un mar de errores, confusiones y desvaríos que los llevó a convertirse en cómplices necesarios del drama de la destrucción económica y la necesaria represión a la que fuimos sometidos en nombre de esa corriente devenida a rango divino llamada “liberalismo”.
Es erróneo hablar del 24 de marzo de 1976 como un hecho aislado de ese contexto complejo y heterogéneo, justamente porque el horror en nuestro país no comenzó –ni terminó– ese día.
Por otro lado, y no menos importante, no se trata de un horror circunscripto a nuestro país. En este sentido, compartimos la suerte de América. A saber: militares formados en la Escuela de Panamá con métodos de tortura y represión implementados desde la II Guerra Mundial. El terror de la “Noche y niebla” al mejor modelo nazi; la tortura y el genocidio como enseñaron los franceses en su ocupación de Argelia; la destrucción y matanzas por el uso de herbicidas utilizados por Estados Unidos en Vietnam, etc.
Muerte, siempre muerte. Atraso y pobreza; colonialismo siempre, con el agregado terrible del uso -que hizo el gran poder multinacional- de soldados nativos para reprimir a sus propios pueblos.
El Golpe del 24 de marzo de 1976 en Argentina no fue único, pero tampoco fue uno más. Coincidió en crueldad con el golpe de Pinochet en Chile; la bordaberrización en Uruguay; los desparacidos en Guatemala, El Salvador y en todo el continente.
Se calcula que hacia fines de la década del 60, más de un 60 por ciento de los países latinoamericanos, africanos, sudasiáticos y de Medio Oriente padecían dictaduras militares.
Los Golpes Militares de la década del 70 destruyeron los aparatos productivos, dispararon las deudas externas ilegítimas, desarticularon la oposición de gremios y partidos políticos, impusieron el terror para acallar cualquier voz de reclamo, consolidaron el sistema de transferencia de riquezas desde nuestros países hacia los centros de poder capitalista, prepararon el camino para la entrega de las empresas estatales y los recursos naturales al capital internacional.
Y sentenciaron a muerte a millones de seres humanos, tal como ocurriera desde la llegada de Colón a nuestro continente.
Los golpes militares contaron con la planificación y ejecución de organismos, instituciones y empresas -locales y extranjeros- interesados mantener las relaciones de dominación; con la complicidad de numerosos grupos relacionados con el poder económico y con la complacencia de muchísimas personas del pueblo común que no valoraron las causas y los alcances de tal semejante represión.
No alcanza entonces hoy con alzar la consigna “Nunca más” si no se modifican las relaciones de poder.
Mientras esta realidad no se transforme, se seguirán escribiendo páginas de violencia contra el pueblo. Seguiremos sumando desaparecidos a la lista de los perdedores de la Historia. Seguiremos llorando la muerte de niños, el hambre, la desigualdad, la injusticia, la destrucción ambiental…
Seguiremos recreando y alimentando el malintencionado refrán, aquel que contradijo Jauretche: “mama, haceme grande porque zonzo me vengo solo”.
Editorial de Margen Nº 53 (marzo de 2009)