Por Carlos A. Solero
Sin inmutarse y fiel a su estilo de “dama de hierro”, la Primera Ministra británica Margaret Thatcher -quien falleció en abril de 2013- anunció que “la sociedad había muerto”, luego de haber derrotado a los mineros que mantuvieron una prolongada huelga entre 1984 y 1985.
Lo hizo sin la lucidez del filósofo Friedrich Nietzsche, que en su célebre “Así hablaba Zaratustra” anunció irónicamente la muerte de Dios y la emergencia de nuevos ídolos que las multitudes adorarían en los tiempos venideros, tales como el Estado. La Baronesa Thatcher, hija de un tendero y portaestandarte del neoliberalismo como etapa superior del capitalismo, se emparentaba más bien con el canciller Otto Von Bismarck, quien unificó Alemania tras su triunfo en la guerra franco-prusiana y el aplastamiento de la Comuna de París en 1871.
A diferencia de Bismarck, Thatcher descreía de la seguridad social para los trabajadores e indigentes, la salud pública y otras conquistas que el proletariado logró tras arduas y cruentas batallas contra la burguesía. Pero, al igual que “el canciller de hierro”, abominaba las organizaciones obreras revolucionarias y exaltaba el individualismo egoísta. Ambos coincidieron en considerar al Estado como una maquinaria de guerra al servicio del capital-mercancía.
Por cierto, unos y otros tuvieron sus émulos de este lado del Océano Atlántico. Bismarck se reencarnó en los generales Getulio Vargas, fundador de la República Nova en Brasil y Juan Domingo Perón en la Argentina, que cooptaron a los trabajadores y a sus sindicatos, convirtiéndolos en correa de transmisión del capitalismo para garantizar a los capitalistas la tasa de ganancia y la paz social mediante la conciliación de clases, otorgando algunas mínimas concesiones sin riesgo para el capital y represión pura y dura para los insumisos.
Margaret Thatcher tuvo sus discípulos en los dictadores latinoamericanos Augusto Pinochet, Jorge R. Videla, Roberto Viola, Leopoldo Galtieri, Alberto Fujimori. También los tiene ahora, a veces camuflados de populistas pero aplicando el libreto del libre mercado, y otras abiertamente conservadores como los hacedores de ajustes draconianos que generan tarifazos en los servicios públicos y despidos masivos de trabajadoras y trabajadores lanzados a la precarización laboral, la flexibilización o la poli funcionalidad, el desempleo y la exclusión social crónicos.
El capitalismo, como ya lo señalaron con acierto Karl Marx y Mijail Bakunin, resuelve sus crisis destruyendo fuerzas productivas, incluida la fuerza de trabajo en guerras externas o intestinas.
Ante este desolador panorama no cabe más que autoorganizar la solidaridad y la resistencia de la mujeres y hombres de a pie que obtenemos nuestro sustento cotidiano vendiendo nuestra fuerza de trabajo, dejando cada día retazos de nuestra humanidad.