Por Carlos A. Solero
No es posible para nosotros olvidar aquella mañana de otoño, la del 24 de marzo de 1976.
En esa jornada, la selección nacional de fútbol enfrentó al equipo de Rusia en el gélido territorio de Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La URSS estaba bajo la férula de la gerontocracia del PCUS que encabezaba Leonid Brezhnev. En tanto, en esta latitud del mundo se iniciaba un nefasto período de sombras largas y tinieblas.
En la madrugada, Lorenzo Miguel -líder de la UOM- a la salida de la Casa Rosada decía que no había riesgo de golpe de Estado. Casildo Herrera -jerarca de la CGT- se borraba públicamente y Falabella -del Partido Conservador- como buen estanciero vernáculo, festejó con una suculenta novillada al asador la llegada de los hombres sin sangre y de torvos rostros que sembrarían el país de cadáveres.
El filósofo León Rozitchner señaló con su habitual lucidez que las marcas del autoritarismo dejarían sus huellas en los cuerpos y en el inconsciente colectivo. Marcas con efecto residual y paralizante.
En efecto, el terror implantado como sistema hace treinta y nueve años ha tenido múltiples efectos sobre la sociedad.
No hubiera sido posible el saqueo del patrimonio público, la multiplicación del desempleo, el vaciamiento cultural, el acrecentamiento de la alienación y el sin sentido persistente sin la aniquilación masiva de luchadores sociales de las más diversas creencias e ideologías. Desde jóvenes estudiantes libertarios hasta obreros combativos, desde campesinos sin tierra de las Ligas Agrarias hasta monjas y curas tercermundistas. Treinta mil cuerpos que ya no están, treinta mil voces acalladas por la tortura y la muerte programada por las fuerzas de irracionalidad artillada.
Aquellas marcas son huellas lacerantes en este presente de contradicciones.