Por José Luis Parra
Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi pasaron a la Historia Argentina como adalides de la lucha de la Civilización contra la Barbarie, expresada en la intención de imponer lo europeo anglosajón por sobre lo americano, e incluso sobre lo español en América. Ambos publicistas desarrollaron una acción militante contra el gobierno y la política de proteccionismo económico de Juan Manuel de Rosas. Esta acción militante entregó textos como el “Facundo” o las “Bases”, que consolidaron los fundamentos de la ideología de un sector social que conquistó el poder luego del derrocamiento de Rosas y precisó la creación de los recursos institucionales que exigía su permanencia en el poder a la par que su legitimación histórica.
El planteo político de Sarmiento y Alberdi requería la caída del gobierno de Rosas para organizar luego al Estado Nacional, comprometido -a través de la Constitución de 1853- a adoptar un modelo de apertura frente a las potencias industrializadas, asegurando la relación de intercambio desigual de sus mercaderías manufacturas por nuestras materias primas.
Para Celina Lacay, “la idea del orden se encontraba relacionada con la formación del Estado. Éste, a través de un sistema institucional reglamentado por normas legales, haría al funcionamiento de la sociedad que, así, habría alcanzado el estadío de civilización. El orden era la condición necesaria para que el Estado se desenvolviera como tal,… sin él, el funcionamiento institucional se alteraría, provocando el peligro de su disolución”.
El triunfo de esa nueva oligarquía se extendió a otros ámbitos, tales como la Patagonia y el Chaco. Alberdi lo había planteado en sus “Bases” al afirmar que “nos hallamos, pues, ente las exigencias de una ley que reclama para la civilización el suelo que mantenemos desierto para el atraso”.
Julio A. Roca, conquistador del sur patagónico, expresó la síntesis de esta nueva oligarquía. Su lema al llegar a la Presidencia fue “Paz y Administración”.
Al comienzo del siglo XX, este nuevo Orden integró a nuestro país al sistema económico mundial como productor de materias primas, principalmente las relacionadas con la actividad agropecuaria.
La paz y el orden debían sostener dicho modelo, aunque fuera perjudicial para las grandes mayorías.
En 1904 Juan Bialet Massé fue comisionado oficialmente para viajar por el país y observar el desarrollo de la vida económica. Para ello redactó y publicó un “Informe sobre el estado de las clases obreras en el Interior”, que desnudó las durísimas condiciones de vida en los obrajes madereros de Chaco y Santiago del Estero, los ingenios del noroeste, los yerbatales de Misiones. Verificó la destrucción de las formas tradicionales de producción de los indígenas hasta incorporarlos -casi en un estado de esclavitud- al sistema productivo “moderno”.
En muchos establecimientos -tanto en el norte como en el sur del país- se emitían bonos que únicamente servían en el “boliche o pulpería” propiedad del patrón, con productos mucho más caros y que determinaban el endeudamiento de los trabajadores aunque cada vez trabajaran más.
Para disciplinar a los trabajadores o impedir su huida, los empresarios contaban con la inestimable ayuda de la policía o de su propia fuerza de choque.
Bialet Massé denunció esta situación en su Informe, pero el Estado se inclinó siempre a favor de los intereses del “progreso” de las empresas.
El aumento de la población -a la que se agregó la masa de recién venidos inmigrantes europeos- y las nuevas condiciones de producción, llevaron al Régimen a ahogar todo tipo de protestas y reclamos con el más absoluto control social. A principios del siglo XX comenzó a cimentarse el cuerpo de leyes e instituciones que servirían para homogeneizar a la población y mantenerla dentro del sistema imperante.
El sistema de educación obligatoria así como el servicio militar obligatorio, obedecían a esta decisión de “normalizar” y controlar a los habitantes de nuestro país.
Otras leyes, como la de Residencia de 1902 -que permitía la expulsión de los extranjeros “díscolos”- asegurarían el orden interno.
De manera “pacífica” o violenta, el objetivo era mantener el estatus político y económico con el predominio de la oligarquía aliada a los intereses extranjeros, especialmente británicos.
Así, en noviembre de 1902 estalló la primera huelga general en Argentina. Se originó en conflictos reivindicativos de varios gremios de la Capital y Rosario y evidenció el rechazo popular a la Ley de Residencia promulgada por el Gobierno de Julio A. Roca para poder expulsar a los extranjeros por razones políticas.
La lucha del movimiento obrero determinó que por primera vez se estableciera en Argentina el “estado de sitio” para enfrentar una huelga.
El trabajo no estaba reglamentado y las condiciones eran extremadamente duras y totalmente favorables a los empresarios. El primer movimiento huelguista de los estibadores de Buenos Aires y Rosario exigió que se establecieran cargas de 65 a 70 kilos como máximo y que no se rebajaran los salarios por ello.
En 1904, los reclamos se extendieron a otros gremios y las movilizaciones produjeron un estado de creciente efervescencia en la sociedad. Hacia fin de ese año se produjo una nueva huelga general y la represión policial concluyó con varios muertos y decenas de heridos. El gobierno nacional advirtió que la represión no bastaba para calmar los ánimos. Por ello, el ministro del Interior Joaquín V. González propuso la sanción de algunas leyes entre las que destacaba la Ley Nacional del Trabajo, que contemplaba la extensión de la jornada de trabajo o el descanso dominical.
A pesar del intento oficial, los grupos oligárquicos frenaron durante varios años las reivindicaciones sociales y laborales de los trabajadores. Para mantener el “Orden” fue necesario la ejecución de una política de creciente violencia.
El 1º de mayo de 1909, el Jefe de la Policía Coronel Ramón Falcón ordenó a sus hombres que reprimieran la marcha anarquista en honor de los muertos de Chicago en 1886 (que habían luchado por la jornada laboral de 8 horas). Falcón dijo entonces que “Hay que concluir de una vez por todas con los anarquistas de Buenos Aires”. El ataque a los obreros terminó con el saldo de 12 muertos, más de 100 heridos y casi mil detenidos, según señaló la crónica del diario La Prensa del 2 de mayo de 1909.
En 1919, una huelga en los Talleres Metalúrgicos Vasena (2.500 obreros) terminó con la represión y muerte de 28 personas y la movilización espontánea de miles de obreros en una huelga general y asonada en las calles (en términos modernos comparable al Cordobazo de 1969). El general Dellepiane fue convocado para dirigir la represión y produjo una famosa arenga que muy bien pudo haber contribuido como inspiración para Videla, Massera o Camps durante la década del ’70: “si en el plazo de 48 horas no se restablece la normalidad y la situación se agrava, haré emplazar la artillerías en la plaza Congreso para atronar con los cañones la ciudad. Y el escarmiento será tan ejemplar que por 50 años nadie osará alzarse para perturbar la vida y la tranquilidad pública”.
El conflicto se extendió por varios días y tuvo como saldo más de 100 muertos entre los obreros y un número no divulgado entre las fuerzas policiales y del ejército. El gobierno de Hipólito Irigoyen logró al fin conciliar posiciones, ordenó el retiro de las tropas, la libertad de 1.500 obreros detenidos y solicitó a Vasena la aceptación de los reclamos reivindicativos.
Hacia 1921, la Patagonia estaba en manos de pocos dueños. Hacendados latifundistas como Menéndez Behety, pagaban con vales canjeables en sus propios comercios, conteniendo a los trabajadores como esclavos en sus estancias. Para esa época, la patagonia era una gran productora de lana que servía de materia prima a la producción industrial de Inglaterra. La lana conseguía un excelente precio en Europa, pero los peones apenas ganaban miserias y vivían en total hacinamiento. La lana salía para Europa desde el Puerto de Santa Cruz y no pagaba aranceles aduaneros.
Para mantener el “orden”, la policía obedecía ciegamente a los hacendados o las sociedades anónimas extranjeras. En la Patagonia se inició entonces un proceso de organización obrera que fue reprimido ferozmente. Al finalizar el conflicto, los propios hacendados pasaban revista a los detenidos y determinaban quiénes debían ser fusilados. Finalmente, la población de la región disminuyó de 17.000 a 10.000 habitantes.
Así, durante muchos años se convalidó el dominio del Estado por parte de un grupo elitista, tal como lo argumentó el propio Julio A. Roca ante el Congreso Nacional, al afirmar: “Necesito paz duradera, orden estable y libertad permanente; y a este respecto lo declaro bien alto desde este elevado asiento, para que me oiga la República entera, emplearé todos los resortes y facultades que la Constitución ha puesto en manos del Poder Ejecutivo para evitar, sofocar y reprimir cualquier tentativa contra la paz pública.”