Pasado y presente de una actividad productiva

Por José Luis Parra
La Historia de la humanidad debe narrarse a través de la economía, entendida ésta como la transformación de la naturaleza para obtener un beneficio, que en un principio fue el de satisfacer las necesidades alimentarias.
La revolución agraria fue el gran paso entre una forma de vida nómade a la sedentaria, con el desarrollo de las ciencias y artes tales como las conocemos hoy. Antes del desarrollo de la domesticación de plantas (agricultura) y animales (ganadería), los seres humanos eran cazadores, pescadores y recolectores.
Estas actividades económicas han quedado plasmadas en el arte rupestre, con representaciones de la vida cotidiana: caza, pesca y recoleción de frutos y de miel.

En este último caso, sabemos que la recolección de miel era una práctica realizada en todo el mundo. Son notables los testimonios de las pinturas rupestres halladas en la Cueva de la Araña, en Valencia (España), datadas hacia el 8.000 antes de Cristo; así como las halladas en la caverna Elan, ubicada en los montes Drakensberg de Sudáfrica, o las de Bhimberkah, India.
Pese a que las especies del género Apis no existían en América, la recolección de miel y la apicultura se practicaban en todo el continente antes de la llegada de los españoles. Según los estudios, los pueblos originarios americanos consumían miel de abejas meliponas y trigonas, caracterizadas por la falta de aguijón. Se sabe que en la época anterior a la Conquista, entre los mayas la apicultura estaba más extendida que en cualquier país de Europa.
La miel tenía diversos usos, entre ellos: medicinal, como edulcorante y como ingrediente para producir bebidas espirituosas utilizadas en las ceremonias festivas y religiosas.
El jesuita Martin Dobrizhoffer escribió a mediados del siglo XVIII una “Historia de los Abipones”. Allí describió las especies de abejas autóctonas americanas, señalando que “son las verdaderas fábricas de miel donde las abejas depositan en los troncos huecos de los árboles su existencia de cera y miel”.

Si bien se especula que las abejas europeas (Apis mellifera) llegaron a nuestro continente con las primeras expediciones colonizadoras, la monarquía prohibió la actividad apícola en América considerando la venta de miel como un “monopolio real” exclusivo de la metrópoli, con el propósito de proteger la actividad económica de los apicultores españoles. Sin embargo, la necesidad de contar con cera para las velas en las iglesias fue principal motivo para que reviera esa prohibición. Si bien no hay datos absolutos, se cree que la introducción de colmenas rústicas de Apis mellifera se produjo a partir de 1700 en Cuba y se extendió luego a México.
Los religiosos, especialmente jesuitas, colaboraron a desarrollar aún más la actividad apícola.
El clérigo Dámaso Antonio Larrañaga escribió sendos Atlas de Zoología y de Botánica. En 1819 describió muchos tipos de abejas autóctonas en la Banda Oriental (Uruguay). En esta región sudamericana fue Bernardino Rivadavia -en 1834- quien introdujo la primera colonia de Apis mellifera. Fue en la República Oriental del Uruguay, al prohibírsele ingresar a la Argentina procedente de Europa. Rivadavia residió un tiempo en la localidad de Colonia, hasta donde transportó dos cajones rústicos con abejas melíferas.

La apicultura tuvo en el continente americano un papel económico de real importancia, tanto por la producción de miel y otros productos (cera, propóleo, jalea real, etc.) como por el aporte de las abejas al proceso de polinización, constituyendo un aliado fundamental para las actividades agropecuarias y una parte importante de la cadena alimenticia.
Desde la década de 1990, en todo el planeta se ha verificado un alarmante colapso de colmenas y creciente mortandad de abejas, calculándose una disminución de más del 50 por ciento, situación crítica que ha llevado incluso a la extinción de dos especies.
Los científicos no se ponen de acuerdo pero coinciden en posibles causas múltiples, la mayoría originadas por la acción del hombre: la persistencia y el incremento en el uso de insecticidas, especialmente el de los neonicotinoides, utilizados en el control de plagas en los cultivos de todo el mundo; el uso de productos químicos en el campo que afectan el sentido de la orientación, la memoria o el metabolismo de las abejas; la contaminación del aire que reduce la potencia de los químicos que emiten las flores; el cambio climático que altera el tiempo de floración de las plantas o la cantidad y época de lluvias; el aumento de los campos electromagnéticos con emisiones de antenas y postes eléctricos que podrían confundir a las abejas; entre otras.
Sin embargo, para entender cabalmente esta crítica situación, deberíamos analizar esta circunstancia desde un punto de vista económico, comparando este colapso con los cambios profundos producidos por la imposición del modelo capitalista en nuestro continente.

La Conquista de América significó un quiebre en las formas de producción. Los europeos llegaron al “nuevo continente” demostrando una terrible avidez de riquezas. El control del espacio se consolidó con la transformación de la economía que sostuvo la dominación y llegó hasta los límites del exterminio de los pueblos originarios.
La Economía Colonial se basó en la irracional explotación de la naturaleza, que modificó las premisas preexistentes en América en la relación entre seres humanos y ambiente. Jean Brunhes (geógrafo francés) planteó en 1918 que la imposición del sistema capitalista y el saqueo de riquezas y recursos naturales constituyó una “economía de rapiña”, entendiendo al uso del espacio como otra conquista caracterizada por una “modalidad peculiar de ocupación destructiva que tiende a arrancarle materias minerales, vegetales o animales, sin idea ni medios de restitución…”

Esta idea de economía de rapiña se contrapone a la de “economía de explotación simple” utilizada por los pueblos originarios de América, que actualmente podría denominarse “sustentable”, que no producía destrucción o daños permanentes a la naturaleza.
Para esta corriente de la Geografía alemana de principios del siglo XX, la economía impuesta en América y el resto del mundo se caracterizaba por desarrollar un ciclo de explotación intensiva del ambiente natural seguida por el empobrecimiento generalizado. Un contrasentido si se tiene en cuenta el potencial de recursos naturales de nuestro continente diezmado y convertido en periferia de los grandes centros del poder económico.
Este proceso fue muy bien descrito por Franz Hinkelammert quien señaló que: “La riqueza natural es, por lo tanto, la condición adicional para que el comercio libre pueda convertir una determinada región en periferia… la existencia de periferias desequilibradas puede producirse solamente en regiones con dotaciones naturales muy ricas. Esto es lo contrario de lo que supone el sentido común… El sentido común se sorprende frente al hecho de que América Latina sea tan pobre a pesar de tener una riqueza natural tan grande. La verdad es al revés. América Latina es tan pobre justamente porque la riqueza natural de que dispone permitió su transformación en periferia desequilibrada, y por lo tanto en región subdesarrollada…”

América fue sentenciada a producir materias primas y consumir productos elaborados con alto valor agregado. Los bienes extraidos hasta la “rapiña” han variado a lo largo de la historia (oro y plata; maíz y trigo; carne; lana y algodón; petróleo…) hasta llegar a la vedette de nuestra época: la soja. En los últimos 40 años, la producción de este poroto se extendió desplazando otros cultivos, así como millones de kilómetros cuadrados de bosques y selvas, convirtiéndose prácticamente en una monoproducción gracias al uso de la tecnología genética y de miles de toneladas de insecticidas. El uso de pesticidas y la pérdida de biodiversidad se ha extendido a todo el mundo, razón que explicaría muy bien por qué se ha detectado tan significativa merma en la cantidad de abejas (sólo en España la actividad apícola -colmenas y abejas- colapsó un 50 por ciento en 2012).
A raíz de semejante catástrofe, la Unión Europea tomó la tímida decisión de suspender durante dos años la utilización de tres neonicotinoides –clotianidina, imidacloprid y tiametoxam–, producidos principalmente por los laboratorios Bayer y Syngenta para la fumigación de maíz, colza, girasol y algodón. Estos pesticidas continuarán siendo utilizados en el resto del mundo. La prohibición momentánea -y sólo en determinados espacios- de algunos productos no modificará las causas profundas que están poniendo en riesgo la vida en el planeta.

Un simple repaso por nuestra Historia nos podría aportar los elementos necesarios para comenzar a modificar esta perversa realidad.

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