Por José Luis Parra
El vocablo argentina proviene del latín “argentum” [plata]. A pesar de que en 1516 Juan Díaz de Solís denominó como “Mar Dulce” al luego llamado Río de la Plata, la relación con la plata -tanto del río como de la región- quedó plasmada por los usos de los portugueses, embriagados por la leyenda del Rey Blanco (el color de la plata) y su reino rebosante de metales preciosos.
La leyenda tenía una base de verdad. Se trataba de Sumaj Orcko, la montaña de plata llamada Cerro Rico o Cerro de Potosí por los conquistadores españoles. Se calcula que más de 8 millones de indígenas resultaron muertos allí por la explotación de la mina de plata más grande del planeta.
La sed de riquezas y la explotación de los recursos conquistados determinó la denominación de los espacios y los seres que habiltaban en ellos. Como afirma el escritor uruguayo Daniel Ginerman (IaIr Menachem), “…nombrar es dar destino… Recién cuando una porción de materia o de conciencia es acotada a través de recibir ‘designación’ (ésto es: nombre y forma), adquiere la posibilidad de generar una estrategia, una rutina, que hace manifiesto el sentido de su existencia en el tiempo.”
De acuerdo a esta idea, nuestro país fue compelido a plasmar un sentido luctuoso de existencia en el tiempo.
El gran Mar Dulce muy pronto fue confirmado como Río de la Plata o río argentino, término que se extendió a toda la región.
Pero fue en 1602 cuando se convalidó el nombre, al publicarse el poema “La Argentina“ del clérigo y expedicionario español Martín del Barco Centenera.
Se hace evidente la relación viva y estrecha entre historia y literatura. Un pueblo (o país) expresa en la literatura su idiosincracia, sus aspiraciones y su pretensión de cómo quiere ser reconocido.
Repasar la historia de la literatura en la Argentina nos permite entender cuestiones fundamentales de nuestra historia y conocer aspectos esenciales de nuestra propia vida.
Hay quienes se resisten a reconocer a la literatura colonial como parte del acervo cultural de nuestra nación. Para confrontar esa idea, sólo basta recordar el poema de del Barco Centenera y su notable influencia en el pasado y presente de los argentinos.
Otro soldado expedicionario (que abrazó también la causa eclesiástica) fue Luis Miranda de Villafañe, quien anduvo por estas tierras hacia 1540 y acompañó el derrotero al Paraguay de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. En su “Romance elegíaco” Miranda pintó con realismo el drama de los primeros momentos de la conquista de nuestro suelo: “Juan Osorio se decía / el valiente capitán / Juan de Ayolas y Luján / y Medrano. / Salazar por cuya mano / tanto mal nos sucedió; / Dios haya quien lo mandó / tan sin tiento / tan sin ley ni fundamento, / con tan sobrado temor, / con tanta envidia y rencor / y cobardía. / En punto desde aquel día, todo fue de mal en mal, / la gente y el general / y capitanes. / Trabajos, hambres y afanes / nunca nos faltó en la tierra / y así nos hizo la guerra / la cruel….
…El estiércol y las heces / que algunos no digerían, / muchos tristes los comían, / que era espanto. / Allegó la cosa a tanto / que como en Jerusalén, / la carne del hombre también / la comieron. / Las cosas que alli se vieron, / no se han visto en escritura. / ¡Comer la propia asadura / de su hermano! ¡Oh, juicio soberano / que notó nuestra avaricia / y vio la recta justicia / que allí obraste! / A todos nos derribaste / la soberbia por tal modo / que era nuestra casa y lodo/ todo uno.”
Además de criticar la codicia y maldad de Ayolas y Osorio en Paraguay, Miranda hizo referencia al acto de antropofagia ocurrido durante la primera fundación de Buenos Aires en 1536. Este episodio también fue narrado por Ulrico Schmidel, cronista alemán que fue parte de la expedición de Pedro de Mendoza.
En su “Viaje al Río de la Plata”, Schmidel escribió: “…Así, pues, Dios, que todo lo puede, tuvo a bien damos el triunfo, y nos permitió tomarles el pueblo; mas no alcanzamos a apresar uno sólo de aquellos indios, porque sus mujeres e hijos ya con tiempo habían huido de su pueblo antes de atacarlos nosotros. En este pueblo de ellos no hallamos más que mantos de nuederen (nutrias) o iteren como se llaman…
…Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de la hambruna ya no quedaban ni ratas, ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos. Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos: mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca, y los ajusticiaron a los tres. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonos Ayres.”
La primera etapa de la colonización generó un proceso de mestizaje que se reflejó en la literatura. Ruy Díaz de Guzmán -quien escribió en 1612 una obra que tituló también “La Argentina”- nació en Asunción hijo de un noble español y nieto de una guaraní. Además del relato histórico de estas tierras desde la conquista, esta crónica se destaca porque narra la leyenda de una tal Lucía Miranda. Se trata de un conflicto pasional (triángulo amoroso) en el que la protagonista, esposa del español Sebastián Hurtado, es secuestrada y tomada como su mujer por el cacique timbú Siripo. Enterado Hurtado, se deja apresar para encontrarse con Lucía. Los celos de Siripo determinan el darma final: Lucía muere en la hoguera y su marido es asaetado.
Muchos historiadores demostraron que este relato es una ficción, ya que no hubo mujeres en esa expedición. Según Felipe Pigna, se intentaba demonizar a los habitantes originarios. Teniendo en cuenta el origen mestizo del autor, también se proponía un argumento moral para declarar inaceptable las relaciones sexuales entre españoles e indígenas, muy comunes entre hombres españoles y mujeres de los pueblos originarios.
La narrativa adquiere un tono fundante. Horacio Eseverri expresó al respecto que “el indio siempre en este tipo de historias representa el otro, lo opuesto, la irracionalidad, aquél que ni se piensa como integrado al proyecto del hombre blanco. Éste representa la civilización y el otro la barbarie. En el proyecto civilizador la base es la familia, la cual depende del autocontrol de los sentidos y de que la señora de la casa manifieste en todo momento su abnegación y los pricipios católicos”.
El europeo conquistador, tanto como los criollos que conforman las nuevas elites en el poder, utilizan la lieratura, en sus distintas expresiones, para fundamentar su acción dominadora.
Como señala Eseverri, en todos los casos se repite la antinomia “civilización o barbarie”. Todo lo bueno proviene de la civilización, que es europea. Lo malo, lo bárbaro, es lo americano que debe reprimirse o extirparse.
No fue un europeo el mayor exponente de esta filosofía. Domingo Faustino Sarmiento escribió en 1845 un ensayo como forma de criticar y luchar contra el gobierno y la figura de Juan Manuel de Rosas. En el “Facundo”, Sarmiento afirmó que ”El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias.
…Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debates.
…Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española, cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos”.
Sin embargo no toda la literatura respondió al poder de las minorías. La poesía gauchesca cantó la vida de los más humildes, en infinidad de cantos anónimos, llegando a todo el pueblo en forma de cielitos o de payadas. Esta literatura alcanzó momentos de gran altura con José Hernández y Bartolomé Hidalgo. Aún en tiempos de la colonia, los cantos populares enfrentaron la dominación y cantaron a la independencia. Hidalgo es el autor de varios cielitos en los que expresa su sentimiento por la independencia, por el arraigo al suelo, por el respeto a los derechos humanos. Hidalgo nos enseñó cómo se debe nombrar a la Patria: “Allá va cielo y más cielo, / libertad, muera el tirano, / o reconocernos libres / o adiosito y sable en mano.
El cielito de la Patria / hemos de cantar paisanos, / porque cantando el cielito / se inflama nuestro entusiasmo; / Cielito, cielo, y más cielo, / cielito del corazón, / que el cielo nos da la paz / y el cielo nos da la UNIÓN.”