Por Carlos Solero
Resulta complejo indagar el pasado y sobre todo aquellas etapas de las que sólo quedan algunos elementos que los hallazgos arqueológicos permiten observar y analizar.
Es posible afirmar que acaso la horda primitiva haya sido uno de los primeros tipos de agrupamiento humano, pueblos trashumantes de recolectores de frutos, en plena metamorfosis, es decir monos antropoides fueron nuestros antecesores. Éstos decidieron que frente a las imposiciones climáticas, la necesidad de buscar alimento y refugio, el reunirse era la solución para la adversidad y las dificultades.
En buena medida este tipo de convivencia ha sido producto más de la compulsión que del deseo, del instinto más que de la razón.
Ahora bien, como surge de la investigación de Federico Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, libro escrito en 1884, el establecimiento de las culturas que se van cimentando en el tránsito del salvajismo hacia la barbarie y de ésta hacia la civilización, implica -entre otras cuestiones- excedentes apropiados por una minoría, la instauración de la autoridad patriarcal, la sumisión de las mujeres a la dominación masculina y el Estado como maquinaria opresiva garante de privilegios a los que detentan el poder.
La mutación desde arcaísmo a la modernidad establece jerarquías perennes y servidumbre.
En su libro “El apoyo mutuo como factor de evolución”, Pedro Kropotkin explica cómo el agruparse de modo solidario, es decir sintiéndose y pensándose como complementario de los otros, tiene un fundamento biológico que deriva en una ética cooperativa, no egoísta. Constituirse como colectivo horizontal, autogestivo, es fundamental para no perecer. Construir el nosotros pero no a partir de la oposición a un ellos, permite establecer vínculos no jerárquicos, prescindir de líderes, jefes y caudillos.
Desde el siglo XVIII el capitalismo como sistema fundado en la competencia y el lucro hizo de la desigualdad su divisa y potenció diversos mecanismos y dispositivos de disgregación social.
La globalización ha dado lugar a la emergencia del epifenómeno de las “tribus urbanas”, término que resulta paradojal de por sí. Esta denominación da cuenta de ciertos vínculos lábiles, muy flexibles, que generan ilusión de pertenencia.
En realidad, los miembros de estas tribus son sólo circunstanciales partícipes de gustos por cierta música o estilos de vestimenta muchas veces seudo transgresores ya que el sistema de la producción serial y la mercantilización los coopta, banalizándolos.
Estas estrategias son parte del vasto operativo de territorialización biopolítica funcional a la fragmentación que aísla las disidencias y aporta a lo que Guy Debord llamaba espectacularización de la sociedad, sus manifestaciones son múltiples y abarcan desde la puesta en escena pública de padecimientos íntimos intrafamiliares hasta la “tragedia del día”, divulgada por las pantallas y monitores hasta el paroxismo. También la fabricación de nuevos ídolos para adorar: políticos, “afortunados”, héroes del minuto, etc.
El deterioro de la subjetividad
En el presente, con el vértigo que impone la dinámica de la vida en las ciudades, se tiene la sensación de una aceleración del tiempo, de una carrera contra reloj permanente, de un vértigo continuo.
Como se sabe, el tiempo ha sido y sigue siendo motivo de reflexión filosófica. El tiempo circular agustiniano, las percepciones cíclicas del eterno retorno, las concepciones dialécticas idealistas y materialistas y muchas otras. De hecho, la ubicación de relojes en las torres de las iglesias se generalizó con la consolidación del sistema del capital-mercancía.
Las mutaciones del sistema económico y social en las últimas décadas hacen mella en las acciones colectivas, tienden a disociarlas. Como afirma la psicoanalista Eva Giberti: “Ya no se trata de aquella cuota básica y conocida de represión y violencia (y sus consecuencias), sino de un nivel superior, más sofisticado, más cruel y destructivo, no sólo por su capacidad de transformar la sociedad en su base material y en su superestructura, sino además por su capacidad para producir alteraciones y consecuencias inéditas en el aparato psíquico de los integrantes de las sociedades afectadas”.
El consumismo instalado como patrón y estilo de vida genera a través de la publicidad la ilusión del “goce sin límites”, sólo para una porción “incluida”.
Con base en un egotismo exacerbado, estos mensajes potencian falsas necesidades haciendo que lo esencial se trasmute en accesorio, o bien transformando también en mercancía los espacios de reposo, con aire libre de contaminación y silencio, llenos de verde y libres asfalto (los barrios cerrados).
Como en la novela de ciencia ficción de Harry Harrison “Hagan sitio, hagan sitio”, el sistema vigente va transformando el planeta en un páramo con luces de neón, la multiplicación de los seres humanos se vivencia como una catástrofe por la injusta y desigual distribución de recursos materiales.
Existen por supuesto alternativas a este sombrío panorama, pero sólo surgirán de una labor colectiva que rompa radicalmente con los paradigmas impuestos por los mecanismos establecidos, que atacan de diversas formas la subjetividad humana.