Por José Luis Parra
La ONG Greenpeace está empeñada en una campaña a favor de salvar a la Selva del Amazonas (la selva tropical húmeda continua más grande de la Tierra) de la deforestación realizada para establecer nuevos espacios para la producción agropecuaria. Se calcula que ya se ha perdido el 50 por ciento de la superficie de este ecosistema. No es la intención de este artículo explicar los daños (saqueo de territorios en los que habitan cientos de comunidades indígenas, pérdida de biodiversidad, contaminación ambiental, incidencia en el cambio climático…) que genera este avance sobre la naturaleza. La acción de distintas organizaciones o de individuos preocupados está dirigida a imponer frenos por vía parlamentaria. Sin embargo, no se trata sólo de alertar o modificar la legislación, sin antes conocer las causas de semejantes actitudes humanas reñidas con los códigos más básicos de la superviviencia.
En este sentido, la explotación desmedida de la selva americana comenzó con la conquista europea. Y continuó con la imposición del sistema capitalista, con la finalidad de acrecentar lo más posible los flujos de ganancia en desmedro de las poblaciones y la naturaleza.
Luego de las independencias de los países americanos y la consolidación de los modelos políticos y económicos “occidentales”, las clases dominantes americanas se encolumnaron detrás de los designios explotadores de los capitales internacionales.
Para modificar la marcha sin destino de las explotaciones de nuestros recursos naturales, deberíamos profundizar el juicio histórico, señalando los delitos así como a sus responsables y dando a conocer su modus operandi. La idea no sería evitar repetir los errores, como se señala popularmente, sino más bien romper las estructuras que nos impiden ver con claridad y modificar las relaciones de poder para construir verdaderas democracias y posibilitar que sean las comunidades las que tomen en sus manos las decisiones acerca de los recursos y sus vidas.
La historia de Brasil nos puede aportar muchos elementos para comprender cómo la tala indiscriminada de la selva amazónica sólo puede entenderse como continuidad de un proceso iniciado en el año 1500.
Hacia 1453, con la caída de Constantinopla en manos de los turcos, los capitales que dominaban el comercio europeo se trasladaron hacia la península ibérica. Instalados en Portugal y España, financiaron el desarrollo de la náutica para poder explotar las rutas comerciales por el océano abierto. Primero los portugues rodeando África y posteriormente los españoles cruzando el Atlántico, lograron establecer relaciones de dominación en todo el globo.
El Tratado de Tordesillas de 1494 intentó plasmar un proyecto de reparto: Portugal se extendería hacia el oriente mientras que lo que aparecía al oeste de la línea se dispondría para España. Sin embargo, los portugueses fueron corriendo la línea en los hechos. Así, el portugués Pedro Alvares Cabral desembarcó en las costas americanas (actual norte de Brasil) el 22 de abril de 1500.
La historia del primer saqueo quedó plasmada en la imposición del nombre para estas tierras. Los conquistadores encontraron allí un árbol con una madera de color rojizo, muy apetecida para ebanistería y tintura. Lo llamaron “palo brasil” y de allí la extensión toponímica. En forma elemental para el pensamiento europeo, si lo que venían a saquear era el palo brasil, estas tierras debían denominarse simplemente Brasil.
En 1534 el rey portugués Juan III creó el sistema de capitanías hereditarias para consolidar la colonización. Correspondió al segundo momento de la conquista, con el desarrollo de las haciendas productoras de caña de azúcar. El exterminio de las comunidades originarias determinó la introducción de negros esclavos -otra especialidad del sistema portugués- destinados al trabajo en las plantaciones (fazendas).
A mediados del siglo XVI, el azúcar se convirtió en el producto más importante que se extraía de Brasil, lo que determinó que la trata de esclavos africanos se incrementara.
Los portugueses en el Brasil continuaron desarrollando su política expansionista. Así, no sólo acometieron contra pueblos originarios (caetés de Alagoas, tupiniquim de Espírito Santo Minas Gerais, tamoios de Río de Janeiro, tupí guaraníes de las misiones jesuitas de Sergipe, potiguares de Paraíba, indígenas de Ceará, amazónicos del río Urubu, anicuns de Goiás, carirí de Bahía, cambebas del Amazonas, manaos del Río Negro, muras del Madeira-Purus) sino contra territorios conquistados por otros europeos (franceses, holandeses y británicos) .
En este período, la capital de Brasil se encontraba en Salvador, al norte. Sin embargo, a fines del siglo XVII, disminuyeron las exportaciones de azúcar. Entonces se descubrieron importantes yacimientos de oro hacia el sur, en la región que naturalmente pasó a ser llamada Minas Gerais (Minas Generales). Yacimientos de diamante y otras rocas semipreciosas se sumaron a la explotación en las décadas siguientes. Las riquezas naturales ofrecieron nuevas oportunidades para la conquista, extracción y saqueo, con la consiguiente explotación de la población esclava. La política acompañó el cambio productivo, trasladándose la capital a Río de Janeiro.
La expansión territorial brasileña hacia el sur provocó numerosos conflictos, incluidas la guerra con las misiones jesuíticas -que poseían una organización semiautónoma- y la posterior Guerra Guaranítica.
El fin de este proceso dejó como consecuencia una mayor expansión de Brasil en territorios dominados por los españoles, la muerte de miles de indígenas, el fin del sistema político y económico implementado por los jesuitas en su relación con los guaraníes y el fin de la resistencia que ofrecieron los pueblos de las misiones al avance portugués.
Desde 1808 a 1822, la Corte lusitana se estableció en Río de Janeiro, obligada por las guerras napoleónicas. Durante estos años, Brasil funcionó como una verdadera potencia europea.
Al retornar Juan VI a Portugal en 1822, su hijo el príncipe Pedro lideró -como Pedro I- el movimiento de la clase más acomodada que impulsó la rebelión que finalizó con la declaración de independencia y la constitución del Imperio de Brasil.
La oligarquía nativa no quería perder sus prerrogativas y control sobre las riquezas naturales, de tal modo que el nuevo Imperio continuó desarrollando la misma política expansionista de dominio territorial y explotación de los recursos.
En los siguientes 60 años, Brasil emprendió y salió victorioso en tres guerras con sus vecinos. Con la “Guerra Grande” pudo derrocar al Gobierno de Juan Manuel de Rosas y obtuvo definitivamente las Misiones Orientales, la libre navegación de los ríos argentinos y uruguayos y el endeudamiento -a su favor- de Uruguay. Al finalizar la “Guerra contra Aguirre” (1864) logró un control casi absoluto sobre el Uruguay y consolidó la alianza para atacar a Paraguay junto a la oligarquía argentina.
Luego de la “Guerra de la Triple Alianza” contra el Paraguay (1865), incorporó casi 200.000 km2 a costa de la muerte del 70 por ciento de la población paraguaya.
A principios del siglo XX, Brasil terminó de consolidar su expansión territorial principalmente a través de tratados de límites. Sin embargo, también recurrió a conflictos armados como el de la región de Acre, hasta ese momento territorio boliviano.
En la actualidad se presentan dos escenarios relacionados con la posesión territorial. La demarcación de las tierras indígenas en las fronteras se considera una cuestión de Estado para la seguridad nacional mientras que -por otro lado- se continúa avanzando hacia las fronteras interiores, talando y ocupando la selva amazónica para la producción agropecuaria.
La continuidad sin freno del sistema de explotación de los recursos naturales es el principio que fundamenta y da sentido al avance y destrucción de la selva y de todos los seres que la habitan, incluidas las comunidades indígenas.
Como se advirtió, la historia de Brasil nos puede aportar muchos elementos para comprender cómo la tala indiscriminada de la selva amazónica sólo puede entenderse como continuidad de un proceso iniciado hace más de 500 años. El juicio histórico debería encontrar la verdad para emprender la reparación de los daños y la restitución que garantice que haya justicia al mismo tiempo que se implementen nuevas formas de relación con la naturaleza, de producción y reparto de las riquezas.