Por Carlos Solero
La muerte de todo ser humano nos interpela de algún modo, nos incita a la reflexión y a veces a la conmoción, es decir a emociones compartidas con otros.
Tristán Tzara, uno de los más connotados artistas del surrealismo, afirmaba que “la poesía es una actividad del espíritu”. Vaya metáfora.
Luis Alberto Spinetta fue capaz de alcanzar en las letras de sus canciones una magnitud tal que le otorgó a la poesía una dimensión perenne y trascendente.
Resulta difícil no asociarlo a diversas etapas de nuestras vidas en esta latitud del mundo.
El amor, la soledad, la pasión, la furia, la locura, aparecen como pinceladas escapadas de un cuadro de Van Gogh.
Invocaba a Rimbaud, a Antonin Artaud, a las frágiles y bellas “muchachas de ojos de papel”, al “loco Fermín y sus manos”, al niño dormido y su plegaria.
Innovador, inconformista, reflexivo y audaz, enarbolando la llama de la luz incandescente de la poesía cuando rompe con lo establecido y lo banal, cuando incita a pensar e imaginar una realidad multicolor que raje las tinieblas grises de la mediocridad y la alienación imperante en nuestras sociedades.
Ni aun el dolor pudo acallar su voz de trovador capaz de fusionar melodías de orígenes diversos como el jazz, el rock y el tango.
La muerte de Spinetta nos conmociona y aun en medio de la tristeza que su ausencia provoca, sentimos que sólo es fugaz porque sobrevive en los otros, en nosotros, con sus canciones que seguirán siendo cantadas durante generaciones.
El filósofo Jean Paul Sartre decía la única forma de la trascendencia posible era dejando acciones y obras capaces de movilizar a los demás. Spinetta fue capaz de hacerlo con sensibilidad y talento superlativo.