Por José Luis Parra
“Yo he conocido esta tierra, / en que el paisano vivía / y su ranchito tenía /y sus hijos y mujer.
…. y apenas la madrugada/ empezaba a coloriar… / era cosa de largarse / cada cual a trabajar…
Tendiendo al campo la vista / sólo vía hacienda y cielo.” (José Hernández, Martín Fierro)
Así describió José Hernández al modo de producción y de vida característicos de los siglos XVII a XIX en las extensiones de las llanuras sudamericanas y a un tipo de trabajador cuentapropista conocido como gauderio o gaucho.
En sus primeras incursiones americanas, los colonizadores españoles abandonaron animales (vacunos y equinos) que se multiplicaron por millones en nuestras llanuras gracias a la abundancia de alimento y la falta de depredadores. Hacia el siglo XVII, los gauchos, expertos jinetes, eran autorizados por el gobierno español para cazar al ganado cimarrón (salvaje). Los principales productos obtenidos de los animales eran el cebo (grasa) y el cuero.
El avance del control español sobre el territorio indígena produjo la expansión de los gauchos, afincados en las primitivas estancias o en los márgenes de las ciudades, por lo que constituyeron el grupo social conocido como “orilleros”.
El gaucho constituyó la mano de obra fundamental para el crecimiento económico de la Colonia y así pudo consolidarse el proceso de la independencia del poder español: tanto participaron en la defensa de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas (1806 y 1807) como formaron parte de los ejércitos argentinos.
Sin embargo, como no todos estaban dispuestos a enrolarse, los gobiernos debieron utilizar herramientas como la “leva”. Así, ya el 29 de mayo de 1810 la Primera Junta de gobierno en Buenos aires debió organizar una fuerza militar, para lo que estableció una “rigurosa leva, en la que serán comprendidos todos los vagos sin ocupación conocida, desde la edad de 18 hasta 40 años”.
Por un tiempo coexistieron dos concepciones o proyectos de país, pero poco a poco se fue imponiendo el concepto clasista que impuso la conformación de una oligarquía nativa asociada a la propiedad de la tierra. Para ello, mientras los ejércitos de Belgrano y San Martín luchaban por la independencia y miles de soldados ofrecían sus vidas en los campos de toda América, personajes como Bernardino Rivadavia participaron en las luchas políticas internas para tomar el gobierno y utilizarlo para sus propios fines. Mientras se extendían las fronteras desplazando a los indígenas, se continuó la práctica de reparto de tierras a nuevos propietarios. Sumado a la abolición de la esclavitud, se profundizó el problema de la falta de mano de obra barata.
La nueva clase social dominante se sirvió nuevamente de aquel viejo concepto de “vago”. Así consideró entonces al gaucho, hasta entonces hombre libre y trabajador cuentapropista.
En 1815, el gobierno centralista de Buenos Aires tomó como modelo una ley española (de “Vagos y maleantes”) y sancionó un “Reglamento de tránsito de individuos”. Comenzó así la triste historia de la apropiación y privatización de la tierra y el control social de las clases subalternas. El reglamento establecía que “todo individuo que no tenga propiedad legítima de subsistir será reputado en la clase de sirviente, debiéndolo hacer constar ante el juez territorial del partido”.
Los reglamentos variaban muy poco de provincia a provincia y junto a la Ley de Vagos otorgaron a los patrones el poder absoluto sobre el gaucho. Cuando un “sirviente” abandonaba sus tareas, el estanciero avisaba a las autoridades para que lo rastrearan y devolvieran a su “empleo”.
Al no poder dejar la estancia, los peones debían abastecerse en el almacén propiedad del estanciero, que vendía mucho más caro que en el pueblo. De tal modo, al cabo de unos meses, el trabajador le debía dinero a su patrón, lo que constituía otra razón para que no se le permitiera abandonar la propiedad y el trabajo forzado.
La familia completa del gaucho -devenido a peón rural- quedaba a merced del patrón en este verdadero sistema feudal.
Luego de varias décadas de luchas sociales y políticas, la oligarquía asociada a los intereses de las potencias (especialmente Gran Bretaña) logró derrocar a Juan Manuel de Rosas para imponer el ingreso de la Argentina al sistema de la división internacional del trabajo, sentenciando a nuestro país a producir materias primas y consumir productos industrializados. Recrudeció el problema de la falta de mano de obra barata para aumentar las ganancias de los nuevos dueños del país.
El control del Estado le brindó a la oligarquía la legalidad para consolidar su imperio, tanto sobre la tierra como sobre todo lo que se plantara sobre ella. Por ejemplo, en 1867, una ley de la provincia de Buenos Aires establecía que “siendo frecuentes los casos en que los habitantes de la provincia se dirigen al gobierno entablando quejas o denunciando abusos de los jueces de paz, … Decreta: no se dará tramitación a ningún escrito que tenga por objeto denunciar quejas o abusos de los jueces de paz; cuando éstos han procedido como funcionarios de la administración de justicia…”
La extensión del alambrado a partir de 1855 consolidó por fin el modelo de la propiedad privada sobre la tierra y aceleró la política de conquista completa sobre los territorios en poder de los pueblos originarios. La maquinaria inglesa de la Revolución Industrial requería ingentes cantidades de materias primas (especialmente lana y algodón).
La dicotomía “Civilización y barbarie” difundida por Domingo F. Sarmiento en su “Facundo” aplacó las conciencias para permitir al gobierno ahogar los reclamos populares que resistían a la imposición de este modelo de dependencia, en una verdadera acción militante de trabajo publicitario que -al decir de Celina Lacay- construyó “los primeros núcleos de la ideología de un sector social que se aprestaba a la creación de resortes institucionales necesarios para su legitimación histórica”.
El propio José Hernández se inclinó a aceptar como irreversible el avance del progreso, como cuando escribió en 1882 en “Instrucción del estanciero” que “Desde hace muchos años a esta parte, la modificación de mayor consecuencia introducida en la industria, ha sido la de los campos alambrados… Se han asegurado los intereses, se han modificado los trabajos, han variado las costumbres, se ha hecho posible la planteación de un buen sistema de policía, y en todo puede decirse, hemos dado principio a nuevos sistemas de economía rural. Este ha sido el primer paso en el camino de un incalculable progreso…”.
El progreso de la Revolución Industrial y la inclusión de nuestro país al orden del sistema capitalista sentenció a nuestros gauchos a la extinción. Los que no aceptaron la sumisión de convertirse en peones rurales fueron reprimidos cuando intentaron seguir los alzamientos de caudillos de la talla del Chacho Peñaloza o Felipe Varela. Muchos fueron engrillados y obligados a pelear y morir en la oprobiosa “Guerra contra el Paraguay”. En los registros oficiales -tan poco estudiados por la lavada Historia Oficial- pueden encontrarse piezas antológicas como un Recibo extendido al gobierno por un artesano, en el que se lee: “Recibí de la Tesorería la suma de $ 40 por la construcción de 200 grillos para los voluntarios catamarqueños que marchan a la guerra contra el Paraguay”.
La oligarquía promocionó entonces la inmigración de miles de europeos -empobrecidos por causa del propio sistema capitalista- como forma de paliar la falta de mano de obra barata.
Los inmigrantes convocados no recibieron tierras tal como se les prometía. Como bien lo advirtió Alain Rouquié, “los grandes propietarios no estimaban en modo alguno necesario compartir la riqueza agropecuaria, origen del prestigio social y motor de la economía con los recién llegados, así como no mostraron jamás interés en incorporarlos definitivamente a la comunidad nacional y, por consiguiente, a la sociedad política argentina… El grupo tradicional de grandes propietarios y sus representantes en el poder no concebían a la inmigración más que como una fuente de mano de obra barata…”.
No obstante el poder que detentaba la oligarquía, miles de inmigrantes de gran diversidad de origen se asentaron en las ciudades. Y a pesar del Poder de aquella oligarquía, los recién llegados no se alinearon ni arrodillaron sumisos ante el modelo que se les proponía. Por ello, el Estado argentino, así como ya lo hiciera con su guerra sobre gauchos e indígenas, debió enfrentar un conflicto con el objetivo de establecer un nuevo orden basado esta vez en el ejercicio de un mayor control social y en la imposición de una educación que moldeara a los nuevos ciudadanos “a su imagen y semejanza”: los nuevos argentinos dóciles y civilizados.
Pero esta es una historia que merece otra página.
La imposición de la civilización
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