Por José Luis Parra
El sistema capitalista se gestó a partir de la gran acumulación de riquezas que obtuvieron los señores feudales en Europa, utilizando a los campesinos como mano de obra gratuita. El fin del feudalismo encontró a Inglaterra en el inicio de un largo proceso que finalizó con el predominio de aquellos ex señores feudales -devenidos en Lords, caballeros, burgueses capitalistas- sobre la monarquía. Este proceso determinó la creación del sistema parlamentario como canal de expresión y control de esta nueva clase social emprendedora.
El capitalismo incipiente encontró luego su posibilidad de desarrollo y expansión a partir de la conquista de América, que proveyó millones de toneladas de oro y plata para su consolidación.
El uso de mano de obra esclava -indígenas americanos y negros africanos- produjo un aumento explosivo de las ganancias y permitió a Inglaterra desarrollar su Revolución Industrial. Con ella se profundizó el sistema de la división internacional del trabajo: los países dominados aportaban sus materias primas y consumían las manufacturas que producían las potencias, especialmente Inglaterra.
Al respecto, nuestro Manuel Belgrano señalaba en 1802: “todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus Estados a manufacturarse. Y todo su empeño es conseguir no darles nuevas formas sino aun atraer las materias primas del extranjero para elaborarlas y después venderlas”.
Por su parte, el sociólogo brasileño Darcy Ribeiro aportó el siguiente análisis: “…los pueblos de América Latina sufrieron el impacto de la revolución industrial -como los demás pueblos atrasados- en condición de consumidores de los productos industrializados por otros, introducidos con la limitación necesaria para hacer más eficaces sus economías de productores de materias primas, y siempre con la preocupación de mantenerlas dependientes”.
Durante el período colonial se sostuvo esta relación por la fuerza directa. A partir de los procesos de independencia surgieron dos modelos en pugna: el liberalismo que repetía la fórmula de la monoproducción y división internacional del trabajo y el proteccionismo que intentaba frenar la injerencia de las potencias y planteaba la economía a partir de un desarrollo autónomo.
Las luchas y guerras americanas durante el siglo XIX fueron muestra cabal de este proceso.
La imposición del modelo liberal afectó a toda América desde mediados del siglo XIX hasta el siglo XX.
Otra vez, nuevas luchas por una indepencia real marcaron el siglo XX. Hasta que en la década del ´70 se plasmó -con gran violencia- el triunfo del liberalismo y la desarticulación, endeudamiento y pérdida de soberanía de los Estados americanos.
Se destruyeron los sistemas de producción de base industrial y las potencias obligaron al desarrollo del conocido esquema de monoproducción de materias primas (granos, carne, petróleo, minerales, etc.) y consumo de productos con alto valor agregado a partir del uso de las nuevas tecnologías en su poder, especialmente en los campos de las comunicaciones y de la genética.
Justamente con el uso de tecnología genética, grandes empresas multinacionales -como Monsanto- tomaron genes de seres que “incorporaron” a otros, como la soja, el maíz o el algodón. Y por un simple acto de patentamiento enmarcado en leyes de base capitalista, se apropiaron de esos elementos como si los hubiesen “creado” cual Dioses. En nuestro país, prácticamente el 100 por ciento de la soja es transgénica, sembrada en el 50 por ciento de la superficie agrícola.
Durante miles de años la humanidad desarrolló un aprendizaje pragmático que modificó la naturaleza de los vegetales. Esta estrecha relación entre humanidad-plantas produjo la “revolución agraria o neolítica”; constituyó el paso del nomadismo al sedentarismo, la agrupación en aldeas, la evolución de los sistemas económicos y políticos, es decir la transformación profunda del ser humano. De allí el término “revolución”.
La domesticación de los vegetales constituyó la apropiación de la naturaleza, modificándola para lograr un beneficio: la satisfacción de las necesidades básicas. En esa apropiación participaron millones de seres humanos -nuestros antepasados- durante más de un millón de años, por lo que somos todos herederos de esos conocimientos y hechos culturales.
No hace mucho tiempo -apenas unos 10.000 años- esa intervención sobre la naturaleza produjo la transformación más notable en la vida de la humanidad. Podemos decir entonces que los productos generados a partir de esa relación naturaleza-ser humano no son propiedad de nadie en particular. Se trata de bienes de la humanidad. Una papa, un poroto, una manzana, son así bienes de la humanidad.
Cuando compramos una papa en un comercio, pagamos un precio determinado que se distribuye como ganancia entre el productor y los intermediarios (comerciantes mayoristas, minoristas, transportistas, etc).
En realidad no estamos pagando por la papa en sí. Lo que se reconoce es el trabajo de producción, el de transporte y el de la comercialización. Si dejamos nuestra papa -recientemente adquirida- en un lugar húmedo, producirá brotes que podremos plantar para producir nuestra propia planta de papa.
Ni el productor que vendió esa papa originalmente, ni los intermediarios, tendrán derechos sobre nuestras nuevas papas. Si bien herederas de las especies que se desarrollaron a partir del manejo humano en la antigüedad, se trata de otras papas. Esto era claro y estaba determinado -hasta ahora- por las leyes en vigencia en todo el mundo. Pero desde que se acepta el patentamiernto de especies manipuladas genéticamente, como la soja o el maíz, los productores están obligados a pagar por las semillas que compran, así como por los granos separados en cada cosecha como nuevas semillas, en un grado de dependendencia permanente.
El colmo del triunfo de este sistema -en esta nueva etapa de globalización- es el de la privatización y apropiación de los bienes de la humanidad, al patentar como “original” lo que ya existe en la naturaleza.
Porque, a pesar de lo antedicho, millones de años de humanidad y desarrollo tecnológico “anónimo” no significan nada para las apetencias multinacionales, determinadas por ese mandato fundacional que es el de aumentar sus ganancias de cualquier modo sin medir las consecuencias.
En nuestras propias narices nos han robado el maíz, la soja, el algodón. Y vienen por más….
La pérdida de nuestros bienes más preciados
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