Editorial de la revista Margen Nº 61 (junio de 2011)
Por José Luis Parra
Vivir en el seno de una sociedad no es fácil. Se trata de enfrentar el desafío diario de relacionarse con los demás, en forma armónica, para lograr la satisfacción de las necesidades vitales y aspirar -en lo posible y de acuerdo a las propias características y modos de pensar- al desarrollo de las potencialidades en un marco de respeto y justicia.
La humanidad conoce, gracias a ese bien que es la “memoria”, las causas de los males sociales producidos a lo largo de la Historia. Nadie puede decir que es ignorante de ella, tal como ocurría en tiempos en los que no había acceso libre a la educación y los grupos dominantes mantenían su poder en base al control sobre el conocimiento.
Sin embargo, las élites políticas y económicas no se preocupan en estos días por mantener el control sobre el pasado. Antes bien, se muestran empeñadas en generar un estado de pensamiento generalizado en el que no existe pasado ni futuro. Para ello, construyen verdaderos laberintos en los que encierran a los seres humanos, haciendoles creer que son ellos los verdaderos gestores de sus propios males. Así como un sofisma, sentencian que en un sistema democrático, mientras “los gobernantes gobiernan mal o cometen actos de corrupción, la responsabilidad es en definitiva de quienes los eligen”.
Con la consolidación de esta ecuación se produce un abandono de las responsabilidades cívicas en el proceso suficentemente estudiado de las democracias delegativas. En ellas se confirman situaciones en las que el poder político avasalla o neutraliza a las instituciones de control y se produce un vacío en el que recrudecen las rupturas de lazos sociales y de cooperación, motivando a que la gente se encierre en un estado de alienación o pérdida del sentimiento de su propia identidad.
El miedo paraliza. Sólo se rompe ese estado de inmovilismo ante dos instancias: cuando se recuperan los contactos sociales y se encuentran proyectos comunes de trabajo, educación y amor, o cuando no se tiene ya nada que perder.
En estos días en que países europeos -integrantes del denominado, en forma peyorativa, como el grupo de los PIGS (cerdos): Portugal, Irlanda, Grecia y España- son obligados a aceptar las recetas neoliberales de ajustes en los presupuestos sociales, escuchamos a eufóricos analistas comparar tal coyuntura con el proceso sufrido por países latinoamericanos durante los ‘90 y principios de siglo, aconsejándolos para que copien las políticas que lograron frenar las crisis económicas en nuestras latitudes subdesarrolladas.
Tales analistas se olvidan de la transferencia multimillonaria en dinero, recursos y bienes que se llevó esa crisis y que nunca se recuperó. Hasta ahora, nadie les hizo devolver a los responsables -tampoco se les pidió- todo aquello que le robaron a los pueblos.
Esas posiciones expresan un pensamiento malicioso que iguala el saqueo con la destrucción generada por una catástrofe natural. Concluyen en que, así como cuando se produce un terremoto quienes permanecen con vida agradecen por no haber muerto y se disponen a la reconstrucción, los latinoamericanos deberíamos estar felices de que el saqueo se realice ahora en Europa.
Por otro lado, confirmando aquello de la memoria floja y la falta de lazos sociales y solidarios, mientras se sucedían las crisis económicas en nuestros países subdesarrollados la mayoría de los europeos se mostraba exultante gastando a cuenta lo que derramaban de sus ganancias las multinacionales, especialmente en España.
Esa falta de memoria y acción civica se verifica también en el orden doméstico en la vida de nuestros pueblos. Son muchas y muchos quienes salen a la calle sólo cuando la crisis los golpea con dureza y deben enfrentar, por ejemplo, la muerte violenta de sus propios hijos.
Por toda Latinoamérica se suceden en forma recurrente marchas de grupos -más o menos numerosos- en reclamo de Justicia. Es que el otro lado de la crisis económica ha sido el de la declaración de guerra contra los niños y jóvenes. Son ellos quienes más sufren la muerte por la violencia desatada en cada barrio, cada ciudad.
Tomemos como ejemplo algunos casos en Argentina.
Este año, en una ciudad de la provincia de Córdoba se realizó una marcha (no fue la primera) al cumplirse dos años de que un joven fuera atropellado por un conductor alcoholizado. El padre de la víctima imploró para que “la muerte de su hijo no fuera en vano, para que se apliquen los controles de alcoholemia y controles de transito en las madrugadas de los fines de semanas que son un verdadero descontrol”.
Durante una marcha en la que se pedía justicia por el asesinato de un joven en la ciudad de Paraná -provincia de Santa Fe- en el año 2010 a la salida de un boliche, su hermana se dirigió especialmente a “las autoridades para que no hagan oído sordo de este pedido, porque detrás del reclamo hay muchas familias que esperan que velen por sus derechos y que no quieren pasar esta situación con sus hijos o sus familiares”.
En junio de 2010 se realizó una marcha en la localidad de General Alvear, provincia de Buenos Aires, en la que el papá de una menor abusada, con lágrimas en los ojos, expresó que “yo voy a luchar hasta que se haga justicia. Hoy me tocó a mí, y no quiero que le pase más a nadie, es horrible lo que me está pasando, no se lo deseo a nadie”.
Niños y jóvenes atropellados, víctimas de conductores irresponsables alcoholizados la mayoría de las veces. Jóvenes asesinados por miembros de las fuerzas de seguridad (policía) en casos de gatillo fácil. Jóvenes muertos en peleas o enfrentamientos callejeros. Jóvenes mujeres asesinadas por sus parejas. La juventud es el denominador común que marca un crecimiento de la violencia y el quiebre profundo de los lazos sociales.
En la mayoría de los casos de violencia, las víctimas son niños y jóvenes. Y en casi todos, sus familiares abandonan su encierro para salir al espacio público de las calles y plazas y expresar que no quieren que le suceda a nadie más lo que les pasó a ellos. Y esto será así hasta que a ese “nadie más”, también encerrado en este Estado de Alienación, le ocurra -nos ocurra- lo mismo.
Para que no nos pase o no nos vuelvan a pasar semejantes males, se hace necesario revisar en forma permanente todas las situaciones que aparecen como aisladas y son tomadas -las más de las veces- como accidentes en los que los perdedores son siempre los mismos.
No esperemos que sea tarde para salir, romper el aislamiento y recuperar nuestros derechos.