Impunidad sin fin, muerte cotidiana

Por José Luis Parra
El 25 de abril se cumplieron 20 años del asesinato de Walter Bulacio, el chico de 17 que fue detenido el 19 de abril de 1991 en una razzia realizada por la Policía Federal argentina en las puertas del estadio Obras Sanitarias donde esa noche tocaba la banda Los Redondos.
Walter murió días después, víctima de los golpes de la policía, tal como lo narró él mismo al personal médico que lo atendió.
Quien era el titular de la Comisaría 35 de Nuñez, Comisario Miguel Ángel Espósito, fue sobreseído definitivamente este mismo año, ya que los integrantes de la Sala VI de la Cámara del Crimen decretaron la prescripción de la causa.
Durante el proceso, la Justicia no pudo encontrar pruebas suficientes para demostrar que Walter murió a raíz de las torturas que le aplicaron en la comisaría. Además, se presume que no habrá impugnación por parte de la Fiscalía de Cámara, la que acordó previamente 72 prescripciones vinculadas con otros jóvenes que fueron detenidos junto con Bulacio.

El caso de Walter se transformó en una bandera de lucha contra la represión policial. Nada ha cambiado en la Argentina de hoy, en la que las estadísticas oficiales hablan de un joven muerto por día a manos de la brutalidad y violencia policial.
Walter en 1991, Miguel Bru en 1993, Juan José Gramajo, Pachi Bazán y Nestor Bauche en 2004, Marcos Contreras en 2007, Jorge Raúl Maidana en 2008, Luciano Arruga y Rubén Carballo en 2009, Ezequiel Riquelme en 2010, son sólo algunos entre una larguísima lista de víctimas jóvenes que enlutan a nuestro país desde el fin de la Dictadura Militar en 1983. Según datos de la CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional), desde 2003 se ha producido la muerte de más de 1.600 pibes por la tortura, el gatillo fácil y la muerte bajo tutela, además de una decena de muertos en protestas populares.

A 20 años de la muerte de Bulacio, los distintos gobiernos (desde el nacional hasta los provinciales) señalan un aumento de los niveles de violencia social y confirman el crecimiento de la delincuencia común y de la criminalidad. Así, según dichos oficiales, las organizaciones delictivas cuentan con desarrollo logístico y operativo, lo que les genera una altísima rentabilidad económica. Por ello, la misma Presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció el aumento del presupuesto nacional para la seguridad (un 30 por ciento). Al mismo tiempo, la Ministra de Seguridad Nilda Garré tomó medidas que generaron polémica, como quitar elementos de la Policía Federal a la custodia de edificios públicos en la Ciudad de Buenos Aires, señalando que de esa manera habría más efectivos en la calle para patrullar.

En síntesis: más control con cámaras de seguridad, más policías, más presupuesto policial para acciones como el Operativo Centinela (refuerzo con agentes de la Gendarmería en el Conurbano) y la continuidad en el uso de la Ley Antiterrorista, marcan la tendencia represiva que se ha instalado en Argentina tanto como en toda América Latina.

Pero al mismo tiempo que se produce el aumento del presupuesto del Estado para la policía, se conocen diariamente noticias sobre robos y otros hechos delictivos en los que las bandas están integradas por policías.
Por ejemplo, en el sonado caso del Robo al Blindado en la localidad de Escobar en 2010, los suboficiales de la Bonaerense, Diego Rossi y Mauro Gallardo fueron acusados de pertenecer a la banda que asesinó a dos custodios del camión blindado; un taller clandestino que funcionaba como desarmadero de autos robados pertenecía a Juan Carlos Rapisardi, ex suboficial de la Policía Federal Argentina; se produjeron varios allanamientos en diversas cárceles de la Provincia de Buenos Aires y en la Cárcel de Devoto en la ciudad de Buenos Aires, encontrándose que funcionaban allí talleres desarmaderos en los que se reducían automóviles robados por presos a quienes los guardiacárceles les organizaban las “salidas delictivas”; el empresario Sergio Cortese lideraba una banda integrada por delincuentes policías que robó, entre otros hechos, el Banco Santander Río de la localidad bonarense de Tigre en 2010.
Varios intentos de reformas y purgas han fracasado, especialmente en la Policía Federal y la Policía de la provincia de Buenos Aires en los últimos años. La gente ha sabido desde siempre que cada comisaría recauda dinero de diversos modos ilegales, que se garantizan “zonas liberadas” para que actúen con impunidad bandas de delincuentes, organizadas muchas veces por los propios policías con la complicidad de funcionarios de la Justicia.

De tal modo que aumentar el presupuesto a la Policía, sin encontrar una solución para la cuestión policial, es aumentar la injusticia y la inseguridad.

Recordemos por último el caso del Juez Luis Arias (de La Plata), quien fue denunciado por el ministro de Seguridad bonaerense Carlos Stornelli tras hacer pública la connivencia entre la Policía Bonaerense (bajo la órbita de responsabilidades políticas del propio Stornelli) y la criminalidad.

Arias había expresado “que la fuerza de seguridad recluta jóvenes en situación de vulnerabilidad para que cometan delitos y les pagan con dosis de paco” y “que la policía bonaerense recluta menores para delinquir y que las detenciones por averiguación de antecedentes se usan como método de alistamiento”.

El juez utitilizó este argumento para sostener un fallo de 2009 en el que recordaba a la policía la prohibición de detener a menores de edad por averiguación de antecedentes en la vía pública. En forma inmediata, la Cámara Penal de Apelaciones de la ciudad de La Plata anuló dicha sentencia, autorizando de esa manera a la policía -en fragrante incumplimiento de las normas constitucionales- a detener a menores de edad.

El caso llegó a la Corte provincial, instancia superior que ratificó -luego de casi dos años- el fallo del juez, rechazando así la apelación realizada por la Fiscalía de Estado provincial.
En los fundamentos de esta ratificación se establece el conflicto de las normas locales con la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales a los que apeló Arias.
De este modo, la policía “deberá llevar al servicio social zonal o local, de dependencia del Ministerio de Desarrollo Social y de la municipalidad local, a menores que se encuentren cometiendo contravenciones como estado de ebriedad, exhibiciones obscenas, insultos al personal policial o escándalo publico”.

Los jóvenes deben ser tratados de acuerdo a la Ley de Promoción y Protección de los Derechos de Niños y Adolescentes (N° 13.298) que dispone la creación de servicios zonales y locales que cuentan -o deberían contar- con profesionales para intervenir en la problemática con los chicos.

Además, se obliga al Ministerio de Seguridad provincial a dotar a los patrulleros de la ciudad de La Plata de la tecnología necesaria para lograr la identificación en el lugar donde el menor es localizado, a fin de evitar que sean llevados a una comisaría por averiguación de identidad. Tampoco podrán ser ingresados a comisarías los que son encontrados en lugares y horarios inconvenientes.

Hecha la ley….
Sin embargo, a pesar de estas resoluciones y de la claridad de la ley, la policía encontró un recurso para continuar con sus prácticas en relación a los chicos.
Tal como afirma en un informe la CORREPI, “según estadísticas de la Procuración de la Suprema Corte bonaerense, se incrementó en un porcentaje importante la cantidad de causas penales contra chicos de menos de 18 años en La Plata. Sin embargo, el mismo organismo oficial explica que, en realidad, no se trata de un crecimiento exponencial de delitos cometidos por menores de edad, sino de una falacia del sistema de estadísticas. Dicen desde la procuración que a partir de que la Corte provincial confirmó el fallo del juez Arias -que recordó a la policía que sólo puede detener pibes en la hipótesis de comisión de delitos- la enorme cifra ‘negra’ de detenciones de menores bajo la excusa de la averiguación de antecedentes, el código de faltas o el procedimiento policial de ‘entrega del menor’, ha pasado a ‘blanquearse’.

Para decirlo más clarito: no es que más menores de edad delincan, sino que como se restringió formalmente la posibilidad de manejar las detenciones policiales arbitrarias con las herramientas de costumbre, ahora a todos se les imputan delitos que la propia Procuración define como ‘de ninguna trascendencia’. Lo mismo que demostró la realidad en la ciudad de Buenos Aires, en el muy breve lapso entre que se derogaron los edictos policiales y se dictó el código contravencional: la cantidad de detenciones arbitrarias no disminuyó, sino que, como reconoció entonces un jefe policial, ‘a los que no podamos detener por edictos los detendremos por otra cosa’.
Así lo explicaba, hace unos días, el diario platense HOY: …los especialistas del fuero señalan que La Plata ‘se encuentra al tope de las estadísticas de delitos cometidos por menores porque el juez (Luis) Arias prohibió detener chicos por averiguación de identidad o contravenciones. Así, toda detención representa una causa judicial por un delito'”.

Conclusión
Nuestra sociedad no debería acostumbrarse a las situaciones de violencia que se imponen desde la injusticia e impunidad de un sistema político y económico que avala el desigual reparto de las riquezas y la apropiación de los recursos naturales por parte de empresas multinacionales y sus subordinados vernáculos.
No deberíamos adaptarnos a tal circunstancia, sobre todo porque en el blanco de esa violencia están nuestros niños y jóvenes.
¿Qué futuro puede tener un pueblo sin jóvenes?
Mientras la “Guerra contra los chicos” se hace más furiosa, queda claro que no es posible mantenerse neutral, mirar para otro lado esperando una solución mágica.
Nadie debe quedar al margen. Es urgente promover un debate activo propiciador de cambios profundos, por nuestros chicos… y por nosotros mismos…

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